viernes, marzo 24, 2006

Once segundos

Ahí en esa inmensidad, en la profunda lejanía del desierto,
en este desierto que nunca tiene en cuenta nada,
que solo responde con silencio.
En el fondo de este océano, en este fondo rocoso,
agitado por los vientos que le nacen y mueren transparentes.
Esa mancha roja se mueve.



El ruidoso automóvil de mis sueños va lanzado en velocidad,
escupe ripio al avanzar (a más de cien metros de altura),
escupe ripio y ruge.

Y en once segundos,
ya sin gobierno sobre el caucho,
golpea y espanta, golpea sin control la banquina (y la chapa suena).
Y en el brillo del desierto estalla el polvo,
y luego el movimiento rojo gira con la gracia de un martillazo los 360 grados,
y al arrastrar el duro hueso del chasis se parte, se quiebra,
crece el ruido, pero ya no se escucha el ruido.
Solo es esa nube de tierra que agita el fondo de este mar,
un fondo marino que se enturbia.
En silencio.

Y el movimiento se confunde,
confunde pero no al desierto que mira esperando, sin pasión,
hasta que terminan de llegar al suelo valijas despanzadas,
y ropa volando,
y con su paciencia las espera, las recibe.

Recibe una lluvia de trapos que termina, que se calma, que se agota cuando se cumplen los segundos,
los once.
Y caen flotando en el aire celeste del cielo,
con sus formas humanas,
y en once segundos se aquietan, se duermen,
sobre el fondo de este mar inanimado de roca y arena,
y se van acomodando,
como pueden,
como el viento las deja cubrir el desierto.

Hierros torcidos, pintura roja saltada y aceite regando la arena,
y en la hondura (en lo escarpado) el sonido del sol,
quema.


(2006)

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