viernes, marzo 24, 2006

Ejercicio de vuelo

Tengo que conocerla.
Le dije a mi imagen frente al espejo, mientras me afeitaba. Después me contuve de respirar, con un nimio esfuerzo, apoyando mi mano abierta y apretada sobre el pecho. Deje de respirar.
Así, diciéndolo así, se me aparece ahora como la materialización del suspenso. Y lo fue. Al menos en la pantalla que era el espejo, y en la que estaba mi rostro. Apareció el suspenso.
En plano americano.
Aguanté lo más que pude. Partía de la premisa de no saber adonde terminaba este juego.
Mantuve la apnea.
El escritor dios, sabe todo lo que pasa por la cabeza de sus personajes y sabe todo lo que pasa en la historia.
Me dije luego, ya un poco angustiado.
La cara en el espejo comenzó a abotagarse, a pasarla mal, la piel adquirió urgente un rubor avergonzado, en un lapso casi inmediato pasó a la palidez y del pálido al azulado, y mis ojos sufrían.
Me veía sufrir al mirarme a los ojos.
Los ojos brillaban saltones, se podía leer en ellos la huella del pánico. Pedían aire, suplicaban aire, y la boca se abría en gesto de vomitar, o gritar y la lengua sola salía por la boca abierta.
Hacia fuera, tocando los labios.
Como hinchada.
Hasta que no pude más verme la cara que tendría en la muerte, el gesto final y respire espantado, desesperado, con ruido, tosiendo, y aliviándome.
A bocanadas.
El rostro en el espejo cambió, por el de siempre. El brillo en los ojos continuó. Prolongó rastros de una agonía buscada, y sentí la humedad de los ojos al parpadear.
Afectado.
Sumergí después, repetidas veces la cara en el agua que cabe en las palmas ahuecadas, que suben juntas. Aplaudiendo ese poco de agua que transportaban en su hueco palmar las manos, desde el chorro de la canilla, y haciéndolo estallar contra mis pómulos y mis párpados cerrados.
Sonando, al contacto con la piel de la cara, como un cachetazo. Helado.
Mojando el espejo.
Llorando en gotas que caminaban por el espejo.

El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato en mi cerebro hipóxico, cuando miré el reloj. Luché con los últimos rastros de barba armado de una maquinita inútil por el uso. Decidí terminar ya con la toalla en las manos.
Afuera, el amanecer en el horizonte era como el filo de un papel quemándose. Hasta que apareció la llama del sol, cegando, y brilló de tal manera que apagó definitivamente la noche.
Y el azul fue sublime.
El cielo azul de la mañana fue sublime. En las nubes vi moverse el día, y me olvide de la cara que tendría en la muerte.
Afuera ahora, estaba ese mundo que es la mañana.
En el que todo se mueve.



Antes de conocerla, mientras caminaba y ya imaginaba el encuentro. Vino a mis pensamientos entrecortados por el ruido de la calle, la voz de Soria diciéndome.
No sé mucho de ella, pero de verla actuar una noche en una guardia puedo decirte que: es insoportable.
Soria es impiadoso, lo sé.
Pero preciso.

Sentado frente a ella, la vi obligada a seguir con sus ojos mis labios al hablar. A intentar comprende mis palabras disimulando esfuerzos extenuantes.
Apoyaba sus pies juntos sobre los dedos en el piso de madera, elevando los tacos.
No hacia nada con las manos.
Cuando más confesiones de brujería se consiguen bajo tortura, más difícil es sostener que el asunto es pura fantasía. Le decía.
Y que la infidelidad –aveces- es una maldad.
Aveces.

Intentaba pensar (ella).
Seguir mi relato, acotar algo entre las frases. Pero solo ofrecía un parpadeo exagerado y un movimiento de su cabeza hacia atrás. Un gesto ambiguo, casi torpe.
Le hablé del estilo insoportable de Elfriede Jelinek, y de su mundo imposible. Le tenía la cabeza como agarrada entre mis manos, no la dejaba mover.
Sin tocarla.
Le acerqué mi rostro mal afeitado hasta sentirle el olor de la piel.
Olor a jabón, olor a jabón rancio.
Seguro uno es, lo que hicieron con él, le espeté. Seguro también que ignoraba a Sartre.

Ella había casi gritado, con su voz aguda, monocorde, que el matrimonio es una versión organizada de la prostitución. Soria me acercó detalles de un dialogo que tuvieron en una reunión familiar. Lo disecó, lo destripó al marido en el tiempo que le duró una copa de vino blanco en la mano. Me dijo.
Tengo pruebas temibles de que el diablo aún sigue vivo, agregué.
Y que la mentira, y todas las mentiras subsiguientes al engaño inicial pueden crear un clima insoportable.
Gradualmente, fui bajando el tono de aquella prueba de humillación.
Respiré.

Por la puerta vaivén, que se abre hacia adentro, ingresa el par de disfrazados. Dos disfrazados y un solo disfraz. Un caballo de trapo multicolor de ojos muy abiertos y una lengua de paño rojo pegada aun costado de la boca que simula una gran sonrisa, o una carcajada.
En su interior saltaban y bailaban divertidos los mascaritas.

Dos pasos para adelante, y luego dos hacia atrás.
Y el de adelante, el que veía, llevaba la cabeza también dos veces para un lado y dos para el otro.
El de atrás, agachado, le abrazaba la cintura al dueño de las patas delanteras perdiendo aveces el ritmo y desencajándose por momentos el equino artificial.

El poco público extrañado comenzó a reír, por algún tropezón. Por alguna patada.
Cantaban “Los caminos de la vida” acompañando a Vicentico, se ve con algún grabador oculto bajo el disfraz.
Repartieron en las mesas habitadas unas pequeñas tarjetas de cartulina roja, que decían:

La Sociedad Rionegrina de Aeronáutica Experimental ofrece diez mil pesos de premio al primero que consiga realizar un vuelo de un kilometro de longitud a cualquier altura, basado únicamente en el principio mecánico de aleteo continuo e impulsado por su propia fuerza. (La demostración será regida por las normas de medidas y observación de actos científicos de la Asociación)- No se aceptan reclamos –

El de adelante relinchaba, y guardaba las tarjetas sobrantes en los bolsillos de sus patas.
El otro le decía: enfilá hacia la puerta, huevón.
Se fueron dejando un olor pasajero a sudor y a tela pintada.
Leí su apatía en los gestos, en su pensamiento que aparentaba el vacío. Al decir de su mirada.
Yo veía el vacío.
Se me cruzó nuevamente la voz de Soria diciéndome, no conozco a nadie menos sexy. Y moví la cabeza afirmando, reafirmando a Soria.
En los juicios por brujería no se admiten pruebas atenuantes, o testigos de la defensa.
Me escuché (pensaba en Soria).
No creo que sepa ni de que estoy hablando. No busqué orientarla al tema donde me había nacido el odio. La rodeaba, sin llevarla a ningún lado.

Pensé en los thrillers sobre los horrores de la vida urbana. Me la imaginé ya no sentada frente a mí, si no tirándose por una ventana con pánico en la expresión del rostro.
Luego veo el interior de un departamento con la ventana abierta, decorado con afiches de películas de Almodovar y flores de plástico.
Me asomo a la ventana, y hostiles vecinos miran hacia la calle por otras ventanas iguales.
Linderas.
Ya se había juntado un gentío alrededor de la mujer estampillada contra el pavimento. Alguien se arrodillaba pegado al cuerpo inmóvil.
Había sangre en el pavimento.
Poca sangre.
Un hombro luxado hacia atrás, seguramente luxado por la posición del brazo que sostenía con correas de cuero fijas a un arnés, las alas mecánicas.
Y en los ojos abiertos la mueca del terror.
Y luego si, quienes la rodean dejan de mirarla y buscan el lugar desde donde fue la caída.
Miran hacia la ventana abierta. Hacia arriba.
Por donde yo me asomo.

Finalmente la veo pararse. Sin correr hacia atrás la silla en que está sentada, por lo cual para huir tiene que hacer un movimiento que la incomoda. Apoyar, para sostenerse, una mano en el asiento, y pasar luego las piernas por el costado de la silla.
Perdiendo postura.
Se para sin dejar de mirarme con desprecio. Aprieta los labios quizá conteniendo una nausea.
Y en los ojos se le mezcla el fantástico odio y el fantástico desprecio, que aparece en la mirada femenina cuando le es imposible hablar.
Y en los pómulos le brilla una fina capa de sudor furioso. De frío sudor furioso.
Y logra dejar la silla. Molesta.
Y no habla.
Y da media vuelta, y se retira sin volver la cabeza.
Y antes de llegar a la puerta vaivén uno de sus tacos resbala y el tobillo se tuerce, trastabilla.
Baja la cabeza para mirarse el pie. No vuelve la cabeza hacia donde yo la observo. Si, se acomoda el pelo. En el próximo paso disimula que ya es normal, y aún más apurado.
Y sale. Odiando.
Las dos hojas de la puerta se abren hacia fuera y quedan moviéndose, entrando y saliendo.
Agitadas.
Hasta que se alinean, se amigan y pactan. Inmóviles.

La seducción –me digo- es siempre más singular y más sublime que el sexo, y es a ella a la que le atribuimos el máximo placer.
El sexo –aveces- es el hiperrealismo del goce. Me digo después.
Aveces no, aveces es un acto gimnástico con un final más o menos torpe.
Más o menos –digo, percibiendo que hablo-. Y miro hacia el movimiento de la calle.
En este nuevo silencio, entre un sentimiento de pesar por haber hecho algo, escucho una pareja de ancianos dialogar casi a los gritos.
Repetir lo que ya dijeron, y olvidarse lo que dijeron.


(2005)

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