viernes, noviembre 09, 2007

El secreto de las cuatro de la tarde





El viejo esta solo sentado en la cabecera de la mesa, solo y sentado casi inmóvil en la mesa preparada para el almuerzo y en silencio lustra una cuchara con la servilleta que tiene colgando del cuello cerrado de la camisa.
A la sala la ilumina la claridad de un día de verano que ingresa por el ventanal y la luz que entra perforando el cortinado hace que la cuchara brille como el oro.
Para comprobar la perfecta limpieza del metal el anciano se acerca la cuchara a los ojos y los entrecierra, luego con un movimiento de la mano la hace girar y la examina en su totalidad, para terminar la ceremonia apoyándola con cuidado sobre el mantel, junto al plato.
Después me mira con ternura y golpea con los dedos de su mano abierta la silla vacía que tiene a su lado. Frota los dedos en el asiento y esos pequeños golpes son los que terminan con el silencio. Me siento junto a él, apoyo una mano a cada lado de mi sitio en la mesa y acerco mi rostro, y en el brillo del fondo del plato vacío veo como mi aliento lo empaña, cada vez que brota de mi boca abierta al respirar, mi aliento apaga el brillo, que le crece de nuevo al fondo del plato si no respiro.
Él sabe que lo observo y hace -como un mago ejecutando su acto preferido- un nudo doblando con cuidado la servilleta, un nudo como el que se hacen a las corbatas, me mira, sonríe y los dos continuamos en silencio esperando que se sumen los demás comensales.

El aroma de la sopa se mezcla con los rayos del sol que le ganan al cortinado y a los árboles y se meten al comedor como mágicas ráfagas de luz, y entre ellas se mueve el vapor que formando dibujos gira, gira y sube desde la sopera.
El cucharón entrando y saliendo de la sopera y la mano de la abuela sirviendo cada plato generan tormentas que la luz penetra pasando del amarillo al blanco para invadir el comedor con tinieblas que huelen a verduras.
Los anteojos de ella se empañan entre una nube caliente, pero no deja de servir mientras la mesa se va poblando entre cuchicheos.
Yo no quiero sopa pero igual me llena el plato de arriba, el más hondo. Acerco la cuchara hasta dejarla al ras del liquido, donde flotan verduras y pequeños fideos con forma de estrellitas, dejo que se moje con la nube caliente y luego sin ganas la sumerjo y dejo durmiendo en el fondo.

El viejo -quien bendice el caldo con un pequeño chorro de vino- penetra el liquido con su cuchara impecable, lo hace con movimientos simétricos y la lleva a su boca sin perder una gota luego de soplarla unos segundos en el camino, me mira y dice –apura que se enfría- y yo muevo la cabeza asintiendo pero no la cuchara, la cuchara sigue dormida en el fondo entre los trozos asquerosos de verduras que navegan al garete el mar de mi plato.

Mis abuelos tienen pensionistas en la casa, son maestras jóvenes que vienen de otras provincias a trabajar en las dos escuelas que tiene el pueblo. Conviven con ellos generalmente hasta que encuentran pareja y se casan, o regresan a su lugar de origen. No recuerdo a ninguna que haya quedado soltera.
Las pensionistas tienen su dormitorio en la habitación que da a la calle, la habitación que da al sur, desde donde sopla el viento acarreando el frío y ese leve polvo que todo lo cubre, lo ensucia, y en silencio va tapando el caserío y a la gente que allí vive.
Cuando me toca en suerte alguna de ellas de maestra en mi grado sufro, en realidad prefiero no tenerlas, y mi sufrimiento pasa por la información que llega a mamá de mis andanzas en la escuela y aparte me da no se que verlas en lo de la abuela así, de entrecasa, sin el guardapolvo o hablando entre ellas mientras toman mates, o comiendo al lado mío en la mesa.

A veces me mandan a traer agua y salgo con el balde blanco enlozado, impecable y antes de sacarla me asomo al hueco del pozo a mirar el otro balde –el de lata- que nada quieto, como apoyado en un espejo y a sentir el olor fresco que viene desde el fondo.
En el espejo redondo del agua durmiendo en el fondo del pozo está el cielo brillando y el balde clavado en ese cielo, hasta que tiro la soga y el celeste del cielo estalla, estalla en el agua rompiendo por la salida del tacho lleno, chorreante.

Ellas hablan, hablan y juegan al rumy.
Ellas son mi abuela y la señora de anteojos que es enfermera y viene a curarle el pie al viejo. El viejo tiene el pie enfermo por eso usa zapatillas de paño y a veces acarrea mal olor por donde pasa. La señora de anteojos trae sus cosas, su instrumental, en un maletín negro que lo saca del portaequipajes de la bicicleta y lo deja sobre el sillón del living.
El anciano en silencio espera sentado en la cama con los pies dentro de una palangana, ahora entre el olor a espadol y las penumbras de su habitación. Y mira sin ver sus valles asturianos y sus ojos, sus grises ojos brillan como una lágrima intacta, y al estar abiertos, ya solo con estar abiertos son un acto de bondad.
A ellas las absorbe la timba.
Me aburre escucharlas y me voy al galponcito a jugar solo y a hojear las revistas que me acechan prolijas y apiladas, pero que el tiempo fue poniendo amarillas y la misma tierra que el viento despierta les hace una mortaja de una fina arena temblorosa a los soplidos. A mis soplidos, cuando las saco a la luz del día y les hago aparecer los colores de la fotografías que tienen en las tapas entre nubes de polvo.

El gato no entra a la casa, la abuela no lo deja –con un gato sobra, dice- y el bicho ronda por los techos y la leña apilada, pero el hambre lo hace más manso e indefenso, por eso pude rodearlo con el cinturón de tela y dejarlo inmóvil dentro del manguito del tensiómetro.
Luego comprobé el poder de la fuerza del aire que expulsaba mi mano al apretar la pera de goma. No emitió el mínimo sonido pero cuando afloje la perilla metálica y el aire salió soplando el animal estaba muerto y tenía sangre en la boca.
Lo enterré detrás de la leña del patio del fondo con el sol quemándome la cara y odiando que la muerte fuera tan fácil.
El maletín de la enfermera quedó como si nadie lo hubiera tocado y yo me fui sin saludar, tal cual quién se va apurado.




-Vos te animás...!

Aseguraba el Chingo, y los demás lo escuchaban en silencio. Con el dedo había apuntado a Fastidio, entre ceja y ceja.

-Es fácil...!

Fastidio hizo un gesto de esconder la cabeza entre los hombros y entrecerrar los ojos.
Estaba mudo.
Fácil para él, pensaba yo, que es más grande y es chorro. Pero para nosotros no, para nosotros las pelotas. A mí ya me comenzaba el cagazo. Que es como un dolor de panza y ganas de salir corriendo.
Si me agarran adentro, o se entera mi vieja no puedo volver a mi casa y tengo que dormir en el patio, o después sin comer y a la cama de por vida.

-Yo no puedo entrar, por que no paso por el agujero del alambre...!, soy muy grandote...!

Decía el Chingo, y se agarraba la barriga que la tenía redonda como un globo.

-Es para uno de cuerpo chiquito, como ustedes...!, y que corran ligero...!

Y nos seguía mirando a Fastidio y a mí, sentados uno al lado del otro. El Chingo nos quería convencer y nosotros poníamos cara de giles.

- Para pendejitos...!, como ustedes...!

Repetía.

Todos sabían que a él lo llevaron en cana. Un robo de noche, de los que hacen los grandes, pero que lo habían agarrado por una boludez. En el Club escuché a unos decir que si hubiera sido más inteligente no lo agarraban ni de pedo, -pero que ese además de chorro es tarado-, también decían.
Parecería que si no fuera por las boludeces se podría afanar descaradamente, y nadie decir nada.
Y yo pensaba de que vivirían los canas si no descubrieran los robos, y salvaran a la gente buena, si ya sé, como dice el “Turco” estafetero de la trocha, esos afanan más que los chorros. Pero yo pensaba que difícil debe ser decirle a un policía que es ladrón -quien se anima-, nosotros apenas los vemos, cuando estamos jugando a la bolita, rajamos.

Nunca nadie me dijo por que no podemos jugar a las bolitas en la vereda, que tiene de malo. Pero igual ni lo pensamos, al primer grito de que viene la cana, juntamos rapidito las tiradoras cada cual agarra la suya de la troya sin avivadas, y a rajar.
Después partido nuevo.
Si no te las sacan, y no las ves más.

De lo que nunca me voy a olvidar es de un boloncito celeste que tenia de puntera.
Me lo había regalado la Abuela.
Era apenas un poquito más grande que las otras bolitas, las normales, pero de las importadas. Con un molinetito de colores adentro que la dividía como en los gajos de una mandarina. Me calzaba justito entre los dedos. El molinete de adentro era todo celeste, yo me lo ponía delante del ojo y lo hacia girar entre los dedos mirando el sol.
Así recuerdo el patio de la casa del ferrocarril, la casa construida de durmientes de quebracho, a través del vidrio de mi bolita tiradora girando entre el celeste.
La casa donde nací.

Esa tarde, el cana dobló en la esquina tan rápido en su bicicleta, que cuando me di vuelta ya lo tenía encima y me quedé tieso, no atiné ni a correr a mi casa.
Para mí fue una emboscada planeada por el turro.
Me pidió las bolitas que ya había guardado en el bolsillo, y si, esa si que fue una boludez y también me cagué hasta la patas, y se las di.
Creo que es a una de las personas que más odié en mi vida. Milico aprovechador, me dieron ganas de gritarle, pero de nuevo me cagué, y no le dije nada.
Lo odié y me fui para casa. Miré como él cana se iba en la bicicleta, no sé si sonriendo, me repugnaba hasta mirarlo.
Se llevaba la celestita.
La cara me hervía, seguro la tenía colorada como un tomate y apretaba los dientes, pero no lloré.
No le voy a dar el gusto al hijo de puta, pensaba. También pensaba en mi punterita y la extrañaba en el bolsillo, extrañaba el peso que sentía en el bolsillo cuando corría y la tenía a ella durmiendo en el fondo.
Era como una parte mía.


- Uno de nosotros le golpea la puerta de la calle..., y cuando la vieja sale a atender...., vos te mandás por el alambre roto y te traés el fulbo que el hijo dejó en el fondo...!

Apuntando ahora con la mirada hacia una pelota de cuero, que dormía la siesta junto a un tendal de ropa colgada.

- De acá se ve...!

Ni lo pensamos, como si viéramos aparecer un fantasma, o la cana mientras jugamos a las bolitas. Salimos corriendo, espantados.
Fastidio le gritaba dando vuelta la cabeza.

- Si querés afanarte el fulbo..., andá vos...!

Y a dúo.

- Chorro...!


Yo recordaba el gato muerto y temía la mala suerte que dicen puede acarrear una muerte así. Pero Fastidio me consuela.

- Vos como ibas a saber que los gatos se mueren tan rápido?

Y si, como podía saberlo.

(2007)