viernes, marzo 24, 2006

La venganza

La voz del forastero se agregó al silencio como el grito de alerta de un pájaro en la noche, o como el viento al moverse.
Voló la cortina de tiritas plásticas, rojas, por el manotazo, por el sopapo que las deformó hasta que pasó el propio rostro del forastero.
Hacia la luz.
Y el hombre que se había agregado al silencio pisó fuerte en las baldosas del boliche, y el boliche mismo se acercó a él.
Portaba una faca desnuda, de hoja larga y espejada, calzada en el cinto.

Y al hablar congeló el aire pesado por el uso de la noche. Por los tabacos, por las barbas babosas de ginebra.
Hizo tiritar los dedos que orejeaban los cartones buscando una flor de espadas, o algún punto a mentir.
Más de uno miró a su alrededor como buscando un poncho. Otros con apuro empinaron el vaso llenándose la boca, y tragaron bramando.
Hubo reojos de miradas. Desconfiadas.
De susto.
Primero se alivió el bochorno que el día había dejado en el aire, después el frío comenzó a doler como una chapa helada que te apoyan sobre la piel.
Que te pesa en la espalda.
Que duele.
El murmullo quedó mezclado con el humo y la luz de los faroles.
Ahí habló.

- Busco a Amaya...!

Se le escuchó brotar de entre los labios azules. Azules pálidos. De muerto.
Al recién venido.
Los suspiros se quedaron para adentro. Odiando escaparse. Retenidos en el miedo.
Y al mostrador le fue creciendo el hielo, con ese ruido sordo que tiene la escarcha al quebrarse cuando avanza.
Las mesas se pegaron al piso.
Se podía ver brillar como la capa glaciar cubría el embaldosado mugriento. Como de agua, pero dura.
Dentro de las alpargatas se acurrucaron los dedos. Se fruncieron los ojetes. Se pudo ver los alientos, ya en el aire. Chorros blancos que salían de las bocas.
Y las cabezas girar buscando al que bebía con el patrón. Casi tocándose, mirando los vasos. Escarbando respuestas.
En silencio.
Y el voltear de Amaya, como una luz, como un fogonazo. Y el humo azulado. Y el relumbrar de las miradas.
Y los brazos en actitud de defensa que se cubren los ojos.
Y el corcoveo de cabezas.
El respingo.

Y el arma en la mano. Que queda apuntando. El arma negra en la mano, que vierte el azulado humo por hueco fijo del cañón.
Que mira al forastero de frente.
La mano endurecida sostiene el revolver. Y el dedo que busca llevar nuevamente para atrás el gatillo, y ahí se queda esperando.
La mano enredada, que aprieta como una víbora furiosa la culata.
Y los ojos que crecen. Y el boliche se achica, se amontonan los olores. Y el resplandor que estalla en las caras.

Afuera, los árboles parecen nacer de nuevo en ese segundo que blancos quedan por el fulgor, clavados contra el suelo.
Muchos presienten que amanece.
Que en ese reflejo se hace el día.

Y la bala que para en el espesor del griterío, detenida antes de llegarle al pecho del forastero. Al dueño de la mujer ajena.
Congelada.
Para siempre.


(Alguien que pasaba, entrada la noche por la Plazoleta Hernandarias, esquivando el cementerio. Escuchó un estampido, como un disparo, o como una tabla que se parte.
Eso creyó.
Venía del interior del bar “Diez puntos”, que ya estaba cerrado y con las luces de la calle apagadas.
A esa hora.)


A Pablo Salomone (Vaerjuma) (2005)

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