sábado, agosto 19, 2006

Chubut


Al abrir nuevamente los párpados, las tremendas paredes de piedra estaban allí, indiferentes, encajonando el río.
Quietos los sauces dormían con las raíces en el agua.

La soledad se elige y se conquista, podía leerse en los surcos del gesto imperturbable de su cara.
En las arrugas talladas.
En la suave mueca de la boca.
El largo pelo danzaba con la brisa. Fundido en el paisaje, el perfil del indio se recortaba filoso contra el horizonte.
Todo en él era muy viejo.
Todo en él era intemperie.
Era rumor de viento trepando por las bardas, era el silencio del sol cuando despunta.
Era la fugaz sombra del lagarto entrando en su guarida.
Salvo sus ojos, que tenían el color mismo de los cerros, de los pedreros, de las planicies que se alejan hasta disolverse en el cielo.
Eran mansos, e invictos.

Sentado en un reparo.
Las manos cruzadas sobre el pecho, mirando hacia el poniente.
Era el silencio.
Era el frío que se pega a las pilchas, en las noches largas.
Era el hambre y la resistencia a la fatiga.
Él era su raza, y su lugar mirando el mundo.
Él era la síntesis de un pueblo que resiste.

Como una nevada surgen en el aire miles de mariposas blancas, diminutas, y en pequeñas turbulencias, buscando un lugar, se posaron inquietas en la arena.
Justo ahí, donde el río hace un remanso salpicador y ruidoso, evitando la mole grandiosa de la “Piedra Parada”.
Quedaron latiendo en la costa.
Brillando, y cambiando de lugar en torpes vuelos sigilosos.
Y continuos.
La correntada aprovechaba para mojarle las alas, y hundirlas resignadas a las que fue alcanzando.
En la profundidad, giraban, simulando un aleteo.
Una pantomima agónica. Vanamente las tocaban las piedras del fondo buscando revivirlas.
Ya eran flores muertas.

El sol cegador, ardiente, prolongaba en sombras largas los cañadones, hasta atardecer en el rumor del río.
La noche se juntaba bajo los sauces negreando, mezclada con el agua en su viaje.
En la piel del indio viejo se junta un relumbre de fuego.
Disimulando la ceremonia de ver morir los días infinitas veces. Termino de acomodar un manojo de ramas secas.
Las ató con una cuerda de tiento, confundida con sus dedos.
Ajusto hasta el crujido, y tiro otra vuelta de lazo.
Ahora lo afirmó con un pie desnudo, curtido por la tierra.
Observó al río que seguía pasando, y cargó la leña en la espalda.
Como quien se lleva algo que le pertenece.
Caminó pisando su sombra alargada, hacia la ruca.
Una golondrina sobrevoló el espejo del torrente, buscando los tábanos gordos que viven en las piedras de la orilla.
Jugando.
En una pirueta dejó marcada el agua, al acariciarla con el pico.
El viejo miró como la correntada deshizo la traza.
El pájaro siguió con su retozo, sobre el Chubut.
Volando.

No me acerco, creo que le inspiro terror.
En el margen opuesto del río, entre el brillo del sol muriendo, termina su vuelo una pareja de cauquenes.
Escucho el aleteo, y las salpicaduras.
Un hervidero de gotitas.
Me asiste el temor de cambiar la pintura del paisaje con mi voz, si lo llamo.
El indio viejo camina, y no me mira directamente.
Ve de reojo mi figura, que lo acecha. Juzga la pasividad de mi contemplación.
Camina lentamente, de vez en cuando cambia la posición del atado de ramas que carga.
No sé si le llega el momento de locura universal que vivimos.

Llevo la caña hacia atrás, y con un golpe de muñeca hago volar la cuchara.
Hay un zumbido de tanza en el aire. Saliendo del carretel.
El señuelo al volar, fulgura.
Cae del otro lado del pozón.
El viejo en su andar, se pierde entre las jarillas.
De a ratos reaparece en los claros, donde el agua avanzó con las crecidas en primavera.
Se pierde.
Luego veo solo su carga de leña, donde termina la incisión que una huella de animales le cruza a las primeras lomas peladas.
Adivino un ranchito entre las bardas.
Es la Patagonia hundida en lo más profundo de su gesto sombrío. Un perfume de pichanas, y el olor del río nos envuelve.
El dibujo del viejo y su carga de leña, lentamente se esfuman.

Recojo la cuchara. Se acerca brillando entre dos aguas, en mil giros.
No pienso en nada.
Una sombra aparece en la transparencia de la correntada, vertiginosa, con un seco golpe la ataca.
Me despierta, me revive.
Siento el pique en la caña, que se dobla, y en el reel que al tensarse el hilo grita.
Silbón.
El agua estalla, salpica, y en fugaz voltereta veo blanquear la panza de un “arco iris” contra el sol.
Cae.
El agua estalla nuevamente.
Lucha, zigzaguea, no quiere que lo arranquen de la corriente.
Es un espíritu del río.

Estoy en este mundo, que es el mismo para todas las cosas.
Y que no fue concebido por ningún dios, ni seguro, por ningún hombre. Y que siempre es, fue y será como un fuego eternamente vivo.
Como un río en viaje perpetuo.
Como el viento, que sin pasión aparece y desaparece.
Lanzado de la nada, y que se enciende y se apaga, a su antojo, despreciando la vida.
Jugando a lo infinito.
Siempre.




Soplando el viento, vuelan cauquenes.
La correntada cantando va,
y entre las ramas de los maitenes
se va quedando la eternidad.

(A finales del verano de 1994, pescamos juntos por última vez con Papá en el río Chubut, a la altura del Paraje “Piedra Parada”)

domingo, julio 16, 2006

Colitoro


Colitoro

Efímera columna de ventiscas,

veloz duende en la blanca llanura.

Tu paso alimenta las leyendas,

cuando el miedo de la noche va llegando...

y el ruido que produces cubre el llanto.

En el rostro de mi gente

siempre te encuentro, aunque sigas volando.

Los matorrales de algarrobillos no se levantan mucho del suelo, entre la arena caliente. Sí, se agarran con las raíces, sus manos gigantes, al desierto, estrujándolo. Con fuerza imposible. Y ahí, estallan hacia el cielo en ramaje espinoso, rasguñador. Salvaje.

Las plantas se encuentran tan cerca entre sí, que se entrelazan, se enredan unas con otras. Tejiendo la vida en los faldeos. Lo cubren todo, de horizonte a horizonte. Hasta donde dan los ojos.

Finitos los tallos se dejan doblar por el viento, y vuelven. Porfiados. Verdes las vainas arqueadas enguirnaldan las ramas, y tiemblan. Abajo la parte enterrada levanta la tierra, inventa médanos. Amontona arena.

Entreverándose con las matas, busca sombra la chivada. Algunos animales de a ratos se acercan haraganes a la aguada, lentamente. Otros dormitan echados.

La distancia, al fondo, toma el azul aéreo de los cerros cada vez más altos.

Ahí esta el viejo, con la pala y el hacha. En la media mañana. Y el sudor le corre en la cara.

Descuartizó laboriosamente una zarza más alta que él, cavando con capricho. Desprendiendo uno a uno los tentaculados dedos, los nudos que la fijan a la tierra.

Los fue apilando prolijos, trabados entre ellos. Abrazados bajo el sol.

Como en un ritual, luego de recorrer la antigua senda india, arrastra el palo herido de hacha, hasta el reparo de la barda.

El algarrobillo yace, ahora, vencido entre las astillas, mezclado con la arena, junto al pozo donde pertenecía al suelo.

El viejo se sienta, descansa, en la sombra que da una planta más chica. Y el sudor le brilla en la cara y en el cuello.

El sol fulgura en el sudor que cubre la piel de Casimiro Millaqueo, se saca la gorra. Le pasa el dorso de una mano al bigote entrecano, lo moja la humedad que allí acumula, y al enfrentarla oteando, ve como el viento seca la piel cuarteada.

Mira la pila, que subió lentamente. Ya le llega al pecho.

Lejos, por encima de su cabeza, algunas nubes ágiles, persiguen a la luna que se quedó en el día. Pálida, inmutable.

Una caterva de cascarudos cruzan veloces, quemándose las patas, sobre el rastro que el viejo fue haciendo al acarrear la leña.

Extrae un trapo blanco, arrugado del bolsillo, lo despliega entre los dedos y se seca con cuidado el sudor del ojo sano. Con tiempo. Lo aprieta en la nariz y lo guarda.

El otro, el que no ve, se lo llevó el astillaje disparado al reventar un hachazo en la madera. Se fue achicando con los años, y se puso amarillo. Ya no sirve. Solo lagrimea a veces.

En el cielo con escasas nubes, en el silencio que busca el mediodía, se dibuja el volar tranquilo de las grandes aves.

Un pájaro se proyecta hacia arriba, corta el celeste. Luego baja en picada, grita.

El viejo esfuerza el ojo, le hace visera con la zurda. Lo contenta su libertad. Y extraña el tiempo en que podía ver mejor.

Vuele, ñanco, vuele. Que el día sigue.

Hacia el crepúsculo, orientado por el humo del rancho, apenas sostenido sobre el recado, avanza el jinete. Es un punto en la meseta, entre el polvo que forma el matungo al arrastrar las patas. De parejero lleva una mula con dos alforjas que se le abultan titubeantes en el lomo.

Las crenchas rubias tremolan en el aire y la barba crecida apelmaza tierra de días. La boca con sed de labios llagados, de lengua espesa. En las manos, mataduras de raspones, pegados a un vendaje de trapo. En las tripas, bramante, el hambre.

Encorvado se aferra a las riendas. Las riendas flojas, en el puño apretado.

Lleva un arma larga cruzada en la espalda, la correa de cuero le ciñe el pecho en bandolera. El doble caño de vez en cuando le ladea el sombrero, al caminar desparejo del caballo sobre el terreno escarpado.

Los ojos claros, entrecerrados de mirar la blancura de los salitrales, de enfrentar el sol y el viento, son piedras opacas. Se esconden esquivos en la sombra del ala del sombrero. Va orillando el monte, por un sendero de animales.

Un castrón de cuernos larguísimos se espanta al pasar el jinete, gasta sus fuerzas en escapar trepando por una grieta entre el basalto. Se arrepiente pronto y lo queda mirando.

El polvo que levantan las bestias al avanzar se mete en su boca abierta.

No es de estas tierras. Huye.

El viejo había carneado, y asaba al reparo de la ruca.

Remueve brasas con una vara larga, y de a ratos la humareda lo envuelve. Cierra el ojo, suspira.

Agrega un palo grueso a la fogata.

Ensartado, un costillar con paleta se ofrece a las llamas. El fuego crece y al arder, dibuja nuevas sombras. Proyecta duendes. Y crece, y crepita. Y suena, y le pinta espíritus al voladero. Espectros.

El día, que se muere, mitiga los reflejos finales del sol. En bermeja desbandada tras los cerros.

Atolondrado, el cuzco se acerca olfateando la carne, famélico. Observa con detenimiento mientras alarga el pescuezo, con la cabeza al ras del piso. Un pisotón en el suelo lo espanta.

Gruñe y se aparta.

La pava se caldea entre las brasas. Azabachada en tizne y años. Silbadora.

La levanta con los dedos sin quemarse, en el hueco de la otra mano tiene el mate. Ceba con un chorro mansito, apuntando con cuidado junto a la bombilla. Preciso.

Sorbe y escucha.

Entre el viento, reconoce la presencia del jinete.

La mano libre que descansa sobre la rodilla cierra los dedos. Aprieta. Los labios sueltan la bombilla.

Se alza, alerta.

El perro embiste la oscuridad a la carrera y desaparece un poco más allá de hasta donde ilumina la fogata.

Ladra.

El mancarrón relincha y se encabrita, la mula se para, el jinete no se mueve.

Mordida en una pata, la bestia tiende un galope corto, patea al aire. El forastero rueda por encima de su cabeza y cae, sin traslucir escudarse, impacta feamente con la arena.

Da con el rostro haciendo un leve ruido sordo. Gime. Pierde el sombrero en la caída. El golpe lo despierta, lo espabila.

Resopla ahogado. Lentamente intenta erguirse entre sueños, lo logra. Limpia con los vendajes de una mano la nariz, gotea roja. Mira sin orientarse, hasta que da con el resplandor del fuego.

El cuzco ahora ladra alternativamente hacia el jinete que se acerca oculto aun por las sombras y hacia la casa, protegido por la noche.

El hombre camina deteniendo su andar a cada paso, aun sin ver al viejo, acomodando el arma que cuelga en su espalda. El pelo blanco de tierra y la barba espantan, mugrientos en sangre.

El anciano en la ruca penetra la negrura con su ojo bueno. Sin ver nada. Llama al perro y su sombra se alarga, ahora con la luz de la fogata detrás.

Se toca el verijero que lleva en la faja. El nunca tuvo armas, ni tuvo miedo.

La carne al cosquillear del calor cruje dorándose.

Brillan, reflejan la luz en las tinieblas, los ojos de las bestias de carga que sedientas resuellan.

El gringo avanza cobarde, cauteloso, arrastrando sus pasos. Al ver al viejo se sorprende y grita, alardea, pidiendo agua.

Suplica.

El cuzco ladra sin parar y Casimiro Millaqueo lo calla con su voz tranquila, en idioma pampa.

Un zorro grita cerca, del lado de la aguada, y enciende los rubíes de sus ojos al detenerse a observar entre coirones. Los animales en el corral se inquietan. Atropellan, se mueven, y ahí quedan.

No hay viento y el silencio reina, absoluto.

El forastero bebe largamente de una lata con manija de alambre. El agua lo chorrea. Lava su rostro y sus manos, que envuelve con los mismos trapos mugrientos que las cubren. Muestra gestos de dolor y con esfuerzo descuelga el arma de su espalda, luego la apoya en la pirca del corral.

Dice como que sí, y traga el agua. Y el agua lo revive.

Cuando termina recibe de la punta del cuchillo del indio viejo un trozo de carne asada, la acepta sonriente.

La ataca brutal, con los dientes. Respinga, se quema, y vuelve a empinar la lata con agua, aliviándose.

Devora, no habla. El viejo parado lo mira comer también sin palabras, después de mucho tiempo tiene la sensación de no estar solo.

El asador va quedando limpio, fijo, entre el braserío. Aún vivo.

El asador es una cruz negra, clavada en las cenizas. Una cruz sitiada por brasas, del color de las sombras.

Entre ellas humea un charquito junto a la cruz hundida en la tierra, es grasa que fue goteando.

El cuzco gruñe, desconfiado, sin dejar de fisgar al recién llegado. Y pela su hueso.

Millaqueo busca entre los vicios bajo el alero. Encuentra en el tanteo la botella a medio llenar, cubierta por cueros secos.

Le saca el corcho y la ofrece.

Su último poco de vino.

El gringo taimado acepta – ahora encendido –, y le da un trago largo, angurriento. Le gorgotea el sorbo en el gañote, que lo embucha con ruido.

Sonríe y devuelve el frasco, ahora casi vacío. Al pasarlo, contra el resplandor del rescoldo, ve que le resta solo un traguito.

Lo devuelve sin un gesto de descargo.

Aún sangra, entre la barba.

El viejo recibe la botella y la deja en el suelo. Se prende mordiendo una lonja de carne que corta pegada a los labios. Mastica, fijando el ojo bueno en las brasas. Busca la botella y empina el resto del vino, demorándolo en la boca. Por disfrutarlo mejor.

Se arrepiente del convite.

El hombre rubio se pone de pie.

De las crenchas, resbalando por las sienes, le corren chijetes de sudor espeso que se frenan en las esquirlas de arena que tiene pegadas a la piel, y siguen. Para llegar al bigote y la barba engrasada, brillando, y ahí sí, gotear al polvo del suelo, y terminar rodando como una lágrima de mercurio envuelta en talco.

Camina hacia las sombras, tomando el arma al pasar. La sostiene sobre el antebrazo. El caño cuelga hacia delante y la culata se le calza en la axila.

Con la otra mano se abre el pantalón. Hará sus necesidades.

El viejo, presto, sigue la ruindad de sus pasos.

El perro, al verlo moverse, lo acecha gruñendo.

Corre tras él.

Luego ladra con furia muy cerca de las botas. Esquiva una patada ridícula que da en la tierra.

Los ladridos crecen en ferocidad, tras el ataque. El esfuerzo por espantar al cuzco hace al gringo orinarse en las ropas. Trastabilla. Maldice.

Al afirmarse, apunta al perro con el arma.

El viejo se para, padece.

Y la noche estalla en el estruendo de la pólvora. La bocanada de fuego, el chisperío, el ruido seco. El aullido.

Vuela hacia atrás, en pedazos, el cuzquito.

El criminal, ahora con tiempo, se acerca y orina los restos masacrados del perro. Jadea al orinar, con alivio. Sonríe y algo dice. Solo él lo entiende.

Jadea y sonríe. Tiene el arma en la mano.

Casimiro Millaqueo no cabe en su cuerpo. Se estremece, con una mano en la boca. Una náusea lo ahoga.

Mira sin moverse los restos humeantes de su amigo muerto. Se le doblan las rodillas, y la noche se le cae en pedazos.

El viento, naciendo de la nada, comienza a mover las pilchas, el ramaje del monte, los cueros colgados. El pelo blanco del indio, que suspira.

Su silbo enluta el silencio, como un gemido.

Un derrumbe de luna se pinta en la aguada.

El forastero desensilla el pingo, desmañado, y arrastra el recado junto a la fogata. Con esfuerzo. Huele a orín y a pólvora quemada.

Huele a muerte.

Se sienta, apoyado en los aperos. De una petaca bebe a sorbos. Hostil, mira sin ver.

Se duerme con el arma abrazada.

El viejo, entre las sombras, es un espectro. Abatido, grita un lamento de su raza a este espacio oscuro del mundo. A este espacio desolado y suyo. Una queja. Un responso al amigo.

La brisa mezcla el gemido con la noche y lo lleva a vagar por los mallines.

El hombre que huye al poco rato ya duerme profundamente. Agotado. Un resoplo le revienta en la boca, quejoso, y se acurruca contra el recado.

El indio viejo ya no ve en las penumbras.

Lo cubre la bóveda del cielo, minado de estrellas. La lumbre de las brasas aun sigue con vida y se amontona sin llamas, enfriándose.

La cruz del asador clavado en el rescoldo. Espera, muda.

Camina a duras penas, sin saber adónde. Sus pasos lo llevan hacia el rancho. Hacia su ruca.

Millaqueo pasa junto al hombre que duerme, que resuella durmiendo y huele a pólvora.

Huele a muerte intensamente.

Tropieza, casi ciego, con los restos del fuego. Sin querer, las manos se le aprietan al hierro engrasado, al hierro negro del asador. Clavado, firme en la tierra. Lo mueve hacia un lado y hacia el otro, se afloja, y se suelta.

En el tirón, sus brazos lo elevan a la noche cerrada.

Blande el arma imprevista y le crece la furia.

Se acerca al que huele a muerte, al forastero, que indefenso duerme con la cara hacia la luna. Y resopla, y sueña su último sueño.

Y baja, en el envión de los brazos leñeros, de los brazos arrancadores de raíces, de los brazos viejos, la barra afilada del asador, al centro del pecho del forastero. El que huele a pólvora.

Justo encima de donde abraza el arma con que mató a su perro. Del hombre que huele a muerte y que huye.

Del hombre que ahora abre los ojos y la boca, sorprendido. Del hombre que ya no resuella dormido, del hombre al que se le escapa la vida en un bramido, del hombre que tose su propia sangre, y grita, del hombre que ahora ve la muerte frente a él.

Y el rostro del indio viejo. En el ahora feroz rostro de Casimiro Millaqueo, se ve la muerte.

Del indio viejo que mantiene las manos encrespadas en el hierro, en el arma casual, en la lanza que lo atraviesa. Del indio viejo que lo clavó contra la tierra.

El hombre con olor a muerte, que ahora huele la suya, intenta erguirse y en estertores agónicos cae, ya tieso, y para siempre, sobre el braserío que escupe chispas, y vuelan cenizas.

Sobre el braserío, que al contacto con sus crenchas apelmazadas se despierta y crece en humo, en humo espeso, y en olor a muerte y a pólvora, y el aire se inunda con el hedor del pelo que arde.

Y el hombre con olor a muerte queda inmóvil, quemándose.

E inmóvil el viejo, vuelve a enviar hacia la noche su lamento. Su lamento en lengua pampa, que es una queja, un sonido de su boca cerrada, que le nace en el pecho. Y lo larga apretando los dientes.

Ahora es un alarido de guerra.

Despertó en la madrugada.

Sin querer, se descubrió mirando el alba. Se le mezclan las imágenes de la noche violenta. Se le mezclan las figuras de la muerte, y los sonidos. Y respira jadeante. Y el olor lo impregna, el olor de la muerte.

La muerte, que apareció de la nada.

Manso el día empujado por el sol, se ilumina. Celestea, sin nubes y se lleva entre sus garras la noche violenta.

Aun afiebrado por los sueños, con el torso desnudo, el viejo se moja la cabeza, junto al tanque.

El hombre que huía yace con el rostro quemado entre cenizas. Es carbón pegado al hueso, hasta el cuello. Hasta el cuero de la chaqueta que aún humea. La cruz del asador lo atraviesa, lo pasa del pecho a la espalda.

El viejo se agacha, le quita el asador. De un tirón. Lo limpia en la arena.

Arriba, a enorme distancia, sin que lo advierta, algunos ñancos, gráciles, aguantan flotando en lo alto. Planeando en la nada. Como papeles quemados, que escapan de una hoguera.

Rutilan.

El indio viejo arrastra desde los pies calzados con botas altas al forastero que apareció de la nada, al gringo de largas crenchas claras, al hombre que huía, al hombre que huele a muerte y a pólvora, al de la boca abierta y pastosa, al que perdió el rostro entre las brasas en la noche, lo arrastra, desde las botas, como a una raíz de algarrobillo hachado, como a un tronco muerto de madera roja, de madera roja con vetas amarillas, como a una rama muerta de ese bosque subterráneo, interminable, y por el mismo sendero, lo lleva a la pila.

Y los brazos del muerto se extienden hacia atrás, como elevándose, y el rostro es carbón indescifrable, y los dientes blanquean, y la chaqueta se traba en la arena, y la piel de la panza del hombre que huía queda al aire, la piel lechosa, rosada, del forastero con olor a muerte, y los brazos dejan una larga huella en la arena.

Una huella que cruzarán pronto los cascarudos, esa peste de bichos veloces, esa turba negra, apenas el sol comience a calentar.

Y el indio viejo lo arrastra hasta la cresta de la barda que repara el montón de leña apilada. La parva de raíces abrazadas, secándose. Que ya le llega al pecho. Y en la cima suelta sus botas, y sus piernas caen pesadamente en la arena. Y le mira el rostro que no existe, al hombre que trajo la muerte.

Y le dice que morir es malo cuando se tarda mucho tiempo en hacerlo.

Le dice, en rogativa, al muerto que huele a pólvora y a cuero quemado. Le dice que la muerte es mala cuando tarda, le dice que el dolor y el daño de la muerte cuando tardan, acobardan, y humillan.

En su lengua.

Y lo vuelve a remolcar desde las botas, desde las botas de montar gastadas, hasta el borde de la barda, hasta el filo mismo de la barda, y lo empuja, y el hombre que trajo la muerte ahora vuela, girando, desnudándose en el aire, y cae con un crujido sobre la parva de leña apilada.

Y nada más, y el silencio.

Y Casimiro Millaqueo arriba, en la cresta de la barda, cercano al cielo, invoca, mirando el horizonte, mirando el sol que ya aparece, su aullante conjuro.

Le dice, al hombre que huele a cuero y pelo quemado, al muerto, al forastero que apareció de la nada, que tuvo una buena muerte. Una muerte rápida.

Y que eso es digno.

Se adentró caminando al centro de la aguada, con pisadas livianas, por no mover el barro que descansa en el fondo. Con la lata en la mano.

El viejo fue cruzando hasta donde el agua es más clara.

En las orillas la aguada está pisoteada por los animales, y el agua es lechosa por la greda. Es barro líquido.

El viejo descalzado, con la lata de manijas de alambre en la mano, llegó hasta el centro del charco, hasta el ojo de agua. Qué diáfano observa, desde bajo las rocas y es el agua inicial, que brota de la tierra sobre un lecho de piedras. Miró en la transparencia y se quedó esperando que el fondo removido se asentara. Ahí, el agua ya es buena.

Cargó en la superficie más vecina del cielo, y allí apuró los pasos para llegar al tanque.

La lata con manijas de alambre, henchida por el viejo, al avanzar le deja una marca a la arena. La marca de chorritos que brotan de la lata, y la arena los chupa con su hábito sediento.

Luego el sol los remata, y el paisaje es el mismo. Se confunde, muriendo.

Una lagartija, una sombra en el suelo, se pierde entre coirones que amarilleando crecen al borde del sendero.

Después otra sombrita diminuta la sigue, con igual derrotero. Se detiene y lo mira, sin hacer movimientos.

Un enjambre de moscas se pegan a las tripas, se chupan a la sangre, se mezclan en la muerte del cuzquito del viejo.

Un hervidero zumbador de moscas, repugnante, se prenden a la sangre de lo que fue su amigo. Su hermano.

Deshecho por el disparo.

La cabeza apartada, oliendo a perdigones, arrancada del resto del perro.

Se muerde la lengua. Se la aprietan los dientes, en su último gesto.

Millaqueo enterró al animalito entre la sampa, en una lomada frente a su rancho. Una loma pelada. Lo cubrió con la tierra y con tres piedras grandes. Pesadas.

Y se quedó parado mirando, en silencio. Mirando las piedras que cubren la tumba de su amigo.

Y caminó, juntando las pertenencias del jinete que vino de la nada, del hombre muerto, del que ahora yace sobre la leña apilada, y fue tapándolo con sus aperos, su recado, su recado manchado de sangre, con el arma asesina que estalló en la noche, con las alforjas que cargó la mula, con su sombrero mugriento, su sombrero caído y oloroso, y cubrió así el cuerpo del muerto, sobre la pila.

Y juntó leña seca, caminó pausadamente, y juntó ramas finas, resecas, ramas pinchudas, con espinas como púas, lastimadoras, y las acarreó con paciencia, cargó gruesos troncos de algarrobillos, sacados con esfuerzo desde bajo la tierra, y los llevó a la pila donde yace el hombre que trajo la muerte, el del rostro quemado, y lo cubrió con la leña, hasta no verlo.

Hasta desaparecer, y quedar el forastero que vino de la nada, el hombre que huía, cubierto y en el centro de la parva. Y el olor, solo por el olor descubrir su presencia, el hedor de la muerte y carne quemada.

El olor, que lo revela en el centro de la leña.

Y el viejo, el indio que jamás atacó a otro hombre, el indio viejo que jamás tuvo una guerra, una guerra propia, y su hazaña fue siempre contra el desierto, contra la tierra, contra el viento, contra las raíces gigantes, para hacer la leña salvadora de los inviernos, ahora la tiene. Tiene su guerra.

Y encendió un coirón reseco, y lo alzó en la mano creciendo en llamas. Lo dejó que agarre, con ganas.

Y le acercó el fuego a la base de la parva de leña, que oculta el cuerpo y los bienes del forastero que vino de la nada y ahora está muerto, y el fuego creció, y aumentó gritando llamas, crujiendo, en un infierno.

Y la columna de humo trepó en el cielo. Humo blanco. Albo.

Y Casimiro Millaqueo miró las llamas creciendo, con su ojo bueno miró la hoguera gigantesca, y las lenguas implacables del fuego que llegan tan alto que pasan la barda, que tocan el cielo, y se pierden en el humo que sube.

El calor lo espanta y lo aleja, y se cubre el rostro con la mano, amparándose.

Se aleja, y contempla su creación. El ocaso de su guerra.

El fuego no deja nada.

El fuego, ahora, limpia la muerte, la muerte que trajo el jinete que vino de la nada, y se adueñó del rancho del viejo Millaqueo. Y el viento que sopla desde el norte lo enfurece, y el fuego ruge, crepita, y estira sus llamas buscando quemar si se le acercan. Y arde todo un día. Y alumbra toda una noche.

Las ramas verdes al quemarse estallan, gritan, y ese crepitar entre las llamas se asemeja al ruido del viento cuando furioso le pega al desierto, ese ruido de siempre.

Y el viejo lo contempla, adormilado. Y el fuego se consume, y el humo sube, y es cada vez menos. Y el humo blanco que sube parece no terminar nunca, y dura días. Y luego, el fuego se muere, se consume, hasta ser solo un montón de cenizas.

Cenizas que se enfrían, y el viento desparrama, impasible. Eterno. Y las devuelve al desierto. A la arena. A los matorrales impenetrables de algarrobillos. A las matas resecas de los molles, que en sus ramas pinchudas muestran greñas blancas de chivos, flotando en el viento.

Y en los días que siguen, como siempre, de verano a verano en Colitoro, Casimiro Millaqueo, a puro pie, cargando el hacha y la pala, deshace las distancias. Saca leña. Vivaquea en riales. Junta sus animales.

Lo acompaña el viento.

El viento que mece las ramas, y se arrastra por la arena que blanquea, lo acompaña el viento que mece las ramas con largas espinas y mece su pelo de viejo, que también blanquea.

Y el viento de soplar como siempre, remolineando, no deja nada.

Para Laurita (2003)

martes, junio 27, 2006

Perdidos



Se que me perdí acompañando el comienzo de la noche.
(solo de eso estoy seguro)
En el trayecto de ir a buscar la pelota.
Sí, luego de la última acción de juego, de esa cuerpeada que nos mezcla en gambeta tratando de llevarla.
De la última escaramuza polvorienta de la tarde.
El que emboca el último gol gana, habíamos decidido, y ahí fue cuando el Zurdo solo frente al arquito, ya sin arquero que lo tape, que se lo impida, le había pegado de punta.
Fulminando.
De punta y con rabia, haciéndola volar muy alto y lejos.
Perforando la red imaginaria, que supuestamente estaba entre los palos, palos que eran dos latas llenas con piedritas y con tierra.
Ya sin gobierno (ella) se agarró del gris del cielo, se le subió al viento y cruzó las vías, para caer dando rebotes, y rodar.
Rodar y saltar.
Rodar y picar, hasta que logra esconderse entre quietos vagones. Y entre brotes metálicos que le salen al suelo.
Hasta no dejarse ver.


Yo voy (dije).
Y ya no escuche más voces.
No había pasado los andenes cuando respiraba solo noche.
Solo noche y silencio.
Eso me hizo volver la cabeza.
Giré en busca de alguien solidario que me espere, o me ayude en la búsqueda, y no vi a nadie.
Algunas luces encendidas eran ojos amarillos parpadeando, y espeso el aire acompañaba a las sombras a cubrir la tarde.

La encuentro disimulando ser una mancha entre dos rieles, junto a las palancas de cambio de vías.
Incorporada a las sombras, como un muerto. Exacta y quieta como un muerto.
Pero ella siempre brilla cuando la miro.
Se pone casi blanca, palidece, y no es tan indiferente como cuando todos la patean.
Creo le gusta que la tengan mis manos.
Me siento.
Me quedo en las penumbras sobre un durmiente, la apoyo en mis piernas flexionadas, la aprieto con el pecho y la abrazo.
Y miro la noche, que la veo ya rotunda como toda noche, herida por las luces, las luces encendidas de las calles, y suspiro.


Sí, ahí solos.
Solo yo y ella, abrazados.
Y la siento que también suspira.
La cubro con mi camiseta sudorosa, y la dejo contra mi piel.
Apretada, juntando los latidos.
La cubro no por que la noche la asusta, la oculto para que la noche sea más oscura.
Y yo estar ahí, perdido.

(2006)

jueves, abril 20, 2006

Lavalle



Lavalle

El hambre no se nota desde afuera, desde el barro de las calles, o desde el lado de adentro de los vidrios de los autos, ni a través de los cercos tumbados por el viento. Para verlo hay que mirar de cerca el rostro de la gente que habita el caserío.
Hay que mirar a los ojos.
Ahora que el invierno empieza a pegar, a hacerse presente. Sobre todo cuando no esta el sol, y al frío hay que sufrirlo, sentirlo en la piel y sentirlo en los huesos.
El humo de las chimeneítas se va juntando como en un juego en lo alto, tapando el cielo, y despues vuela mugriento enmarcando el paisaje del pobrerío.
La realidad es inmóvil, solo un auto se mueve.
No habían vuelto desde las últimas elecciones internas. Como otras tantas veces. Como siempre. Pero hay que cumplir con la gente. No proclamar que nos cagamos en todos. Y en todo. Cumplir con los mandatos que nos obliga el Movimiento.
- También con el barro que se junta en las calles, no se puede entrar en este barrio - , argumentó el candidato, aguerrido militante de la primera hora.
No recordaban bien dónde vivía el compañero que los llevaría en el ritual inútil de visitar casa por casa. El que les abre las puertas del barrio y del que se acuerdan muy poco. El trabajo de las bases. A prometer cosas que ni ellos mismos creen. Los rancho siempre le parecieron todos iguales. A golpear las manos, a esquivar los perros. ¿Como anda compañera ? Siempre lo mismo.
En el 504 se amontonaban los militantes. Los compañeros de lucha. Casi uno arriba del otro. Los constructores de la victoria. Todos fumando.
El que llevaba el teléfono celular pintaba como postulante al cargo más importante. Era candidato. Sus frases sonaban siempre como sentencia. Sin lealtad no hay política. El resto asentía con la cabeza. Solo decía boludeces. El pueblo no se equivoca.
Avanzaron por la calle que va pegada al alambrado perimetral de la cárcel. No se veía a nadie. Solitario un perro caminaba sin rumbo. El viento mantenía como trofeos multicolores las bolsas de nailon y papeles contra los alambrados y matorrales de jarilla que marcan el limite final de la barriada.
Más allá es sólo Patagonia.
- ¿Cómo podés ser tan pelotudo de olvidarte la otra caja de boletas en la unidad básica? -, dijo el Negro fastidioso, y terminó de darle la última pitada al faso. Manejaba con la campera cerrada hasta el cuello y el vidrio bajo.
El de los anteojos que viajaba atrás en el medio, no sabía qué decir para disculparse.
No dijo nada.
Doblaron para el lado de la 13. El frío pegaba más que el hambre y la desocupación. Continuaban en una marcha lenta. Como patrullando. No daban pie con bola de cómo llegar a la casa del puntero.
Después de la esquina, en el fondo de un terreno de una casa de material. Había una pared blanqueada de impecable revoque.
Sin errores en la frase escrita con un aerosol rojo, y hecho con tiempo suficiente para mantener la letra pareja, se podía leer :

- LA HONESTIDAD ES MAS DIFICIL QUE EL HEROISMO -
Albert Camus

En el auto solo se escuchaban los sonidos de la radio. Sabina decía que a la hora de la conga en los burdeles, por San Blas descansaba el pelotón...
Todos con los ojos fijos en las casillas buscando alguna señal. No había pasado una cuadra. El 504 reptaba en el barro dejando profundos huellones. Cuando el de anteojitos dijo:
- Che...ese Camus no es compañero,¿ no?
Un camión pasó como un aparecido, sin amagar a frenar siquiera por la 13, en dirección al centro. Cargado de leña.
- Este, si no frenás, ¡ te parte !- dijo el Negro afirmándose al volante.
El viento jugaba con los papeles, y seguía sin aparecer un alma por las calles.

Para Pablo (2001)

domingo, abril 16, 2006

Liebreros







Liebreros

La noche había llegado amenazando mal tiempo, negra de empujar cerrazones, de gritar truenos lejanos y aullidos, como si salieran del fondo de la tierra misma, como si metiera al caserío dentro de un agujero húmedo.
De una bolsa que apesta.
De una pesadilla.
En la radio sonaba música, y descargas eléctricas, que después rebotaban como fantasmas en la caja de resonancias del rancho.
Y se morían en el piso de tierra apisonada.
El tufo de los perros durmiendo amontonados calentaba las penumbras. Debajo de la frazada, se movían, deformándola, los huesos fríos del padre y del hijo buscando calentarse.
Pilquiman respiraba boca arriba. Con los ojos abiertos. Sufría el dolor de la miseria en la espalda, que en las noches como una maldición le bajaba por las piernas ahuyentándole el descanso.
Cuando apagó la radio le aparecieron los sueños.
Y fueron como caricias.
Tardó en amanecer, la luz creció con nubes bajas, casi al alcance de la mano, cargadas de lluvia. El viento siguió dormido, recostado sobre el espejo de los charcos.
Salieron temprano, moviéndose sin pereza, no dejándose abrazar por el frío.
Los perros ya corrían en el barro, oliscando el aire.
Largando un chorro de vapor cuando al parar buscan en el horizonte, con las bocas abiertas.
Las gotas mansas, pesadas, comenzaron a despertar la mañana incrustándose en el reflejo de ese cielo blanco.
Y en la tierra gredosa.
Pilquiman y su hijo caminaban callados haciendo sonar con fuerza el aire que les entraba por la nariz y por la boca.
Tenían los ojos fijos en ese horizonte aun no resuelto por la claridad y por los cañadones que se empezaban a distinguir.
La tierra se descubría ondulante.
Tenían los ojos atentos y el pecho agitado, cuando llegó la voz esperada:
¡Ahí salió una..!
Gritaron casi a la vez, y los cinco perros saltaron disparados hacia la liebre que aparecía y se perdía entre los neneos.
Uno solo ladró en el arranque, el más cachorro.
Los ojos siguieron fijos, sin perderla.
El padre y el hijo apuraron la marcha en un trote, entorpecido por las botas de goma atadas con trapos en la caña.
Cruzaron el alambrado de la estancia "Pilcañue", el camino quedó atrás como una línea parda brillante.
Mojada.
En el color del paisaje mezclado con las nubes, el movimiento de la acción de caza apareció como un aura mística.
A la inmovilidad le apareció la vida.
Un alboroto y gruñidos de pelea le llegaron entre el aire fantasmal de la neblina. Chillidos lejanos.
¡La’garraron..!
Gritó el pequeño, tratando de ver sin ver, en la distancia.
Apurate...!
Ordenó ahora Pilquiman, apretando el palo que llevaba en la mano. Y ambos corrían zigzagueando entre las matas.
La llovizna pegaba como escarcha y les hacía moquear la nariz en un quejido y cerrar los ojos.
Sonreían.
En el rostro del niño el gesto se mantuvo unos segundos, señaló con el dedo y sí, esa era una verdadera sonrisa.
Entre ladridos se acercaron al manojo de perros excitados, que más hambrientos que feroces se disputaban la liebre. Gruñidos de amenaza y dentelladas no le dejaban ver la presa.
Solo sangre en el barro y pelos arrancados del cuero.
El palo del hombre calado por el agua bajó furioso contra el lomo del Falucho, que se arqueó por el golpe y giró buscando morder.
Ahí ligó el segundo palazo, ahora en la cabeza, que lo dejó tumbado, aullando.
Los otros galgos aprovecharon la acción y se llevaron la liebre, a pedazos. La desgarraban mirando el garrote en la mano del paisano.
Desconfiados.
¡Dejalos que se la coman... Están pasados de hambre...!
Hablaba y recuperaba el aliento, respirando a bocanadas y pensando en los siete pesos que le pagan por liebre. Pero entera.
Para exportarla a Europa.
¡Hay que llegar más rápido, o nos quedamos sin nada..!
Le dijo a su hijo con un tono de esperanza, apuntando con el palo en dirección de los perros.
Trató de ocultar la fatiga, y el hambre.
Se puso la mano con la palma contra la boca y dejó desinflar en ella el calor de un eructo de aire tragado en la carrera.
Hincó una rodilla en la greda, y buscó con los ojos la silueta de los cerros.
Que se dibujaban como amigos que aparecían para salvarlo.
¡La próxima hay que correr más ligero..!
Le dijo después y le apoyo una mano helada en la espalda. Trató de sonreír buscando los perros que ya se había apartado.
Pero sin poder evitar esas gotitas de angustia que se le juntan en los ojos, cuando lo ve al pibe así, mojado y temblando entre el barro.


Para Eddy.
(2005)


jueves, abril 06, 2006

El murmullo del silencio (Junio del '73)




El murmullo del silencio
(Junio del ’73)


Viento. Viento y frío, rachas heladas que te hacen dar vuelta, no podes ofrecerle la cara.
Yo estaba así, como me rajé del colegio.
Con los pantalones grises y el bleizer azul, el bleizer con la solapa levantada, y la corbata en el bolsillo del saco, colgando, y la carpeta bajo el brazo.
La carpeta forrada con los papelitos de chistes que traían los chicles Bazooca, y arriba cubierta por un naylon transparente.
Y sí, ahí estaba, cagandome de frío parado en el anden del ferrocarril, al lado del Flaco y de Carita.
Nosotros éramos la JP.
La gloriosa JP, y de a poco nos enterábamos de los detalles del "hecho maldito".
Después se nos agregó el Cabezón, que se arrimó en silencio pero exageradamente, casi dándome un pechazo - como hace siempre el Cabeza -, siempre que busca contar algún secreto y darle realmente solemnidad a lo que dice.
Vino con un misterio en la mirada y en los labios, y el gesto preparado para decir algo.
Se me pegó a la cara, después giró hasta estacionar su boca a cinco centímetros de mi oreja.
Tenia olor a meo en el pelo, así que me aleje un poco, discreta pero efectivamente me aleje, la distancia suficiente como para que el no insistiera con la aproximación, y yo evitar fumarme su aroma.
Siempre tenía ese olor en la cabeza, mi teoría es que después de mear se moja la mano que usa para sacudir, y no se seca con una toalla, se pasa la mano por el pelo.
El Cabeza me informó entre olores que el se iba en el tren, que viajaba al acto de la llegada del General.
Tenía un bolsito en la mano.
Me llevo el grabador...!
Me dijo, fanfarroneando. Y le pegó un par de golpecitos con la otra mano al bolso.
En la pared blanca de la confitería del ferrocarril entre los dos andenes alguien había escrito con un ladrillo "Luche y Vuelve".
El Flaco sufriendo el viento, me mira con cara de por que no nos vamos, y hace sonar la nariz cada vez que respira profundo, suspirando, y después se limpia con la mano las velas de moco que le caen sobre el labio superior.
En la calle sigue junio, y junio es ese olor que el viento mezcla en los inviernos juntando el frío, y la tierra que vuela.
Ese olor de acá, ese olor que con los ojos cerrados podes decir: estoy en Jacobacci.
Y sumergida en ese olor, y en un sol que apenas se muestra, que apenas calienta al mediodía, también comienza a pasar la semana con los días más cortos del año.
Miro hacia el horizonte, por ahora solo un telón de cielos, de cerros, y de rieles. Buscando que apareciera el tren.
El silencio en la estación del ferrocarril es un murmullo de espera, el murmullo de los que nos íbamos juntando a esperar la llegada del tren, esperar y mirar todos hacia el mismo lugar.
Hacia el Sur. Siguiendo con los ojos las líneas paralelas de las vías hasta que estas se clavan en el color de sombras azuladas que tienen las montañas.
***
Al rato, la máquina brillante apareció como un reflejo del atardecer, como un punto ondulante que crece, que lentamente se agranda y muestra su forma mecánica, inhumana, moviéndose a paso de hombre.
Evitando llegar.
Suspendida al fondo de los andenes.
Ahí viene..!
Pasa un espacio de gritos, hasta que veo ya bien definida la figura amarilla de la locomotora, y veo las banderas ondear exageradas, movidas por brazos desnudos a través de las puertas de los vagones.
Haciendo hervir la figura de la formación del tren que avanza. Banderas argentinas y trapos pintados con consignas. Y el aire en oleadas me trae también los cánticos.
Las voces graves cantando.
Gritando.
Y la silueta de la máquina que se agranda, pero sigue inmóvil. Como fija, ronroneando.
Y se sienten los olores.
Y el murmullo del silencio de la estación se mueve. Se aparta con prudencia del andén. Y el animal de acero ingresa bramando a hierro, a motores y a gargantas. Y el animal asusta.
Y el silencio que somos nosotros, olvidados ahora del frío, es solo silencio. Mirando.
***
En el escalón de la puerta del primer vagón un hombre alto, barbado y de ojos claros, canta con un megáfono en la mano.
¡Perón...!, ¡Evita...!, ¡la patria es socialista...!
Asoma la cabeza por un agujero que le había hecho a una frazada marrón con guardas más claras, transformándola en un poncho que se le arrolla en el cuello.
Es Clint Eatswood, y pasa marcando la escena del ingreso del tren a la estación frente a la cámara de mis ojos, en una toma rápida, desde un extremo a otro de la pantalla de mi campo visual.
La escena de la llegada, pienso.
Detrás de él, un racimo de cabezas buscan mirar hacia la estación, y golpean con las manos contra los costados del tren. Hay brazos con los dedos en ve que se confunden con los rostros desconocidos.
Al ritmo de los gritos.
Eatswood pasa mirando sin mirar con los ojos claros penetrando las cosas, la gente, las paredes, clavados en la distancia.
Después viene la hilera interminable de vagones, con las pancartas colgadas a los costados, con las banderas agitadas, furiosas, los vagones color mierda quemados por el sol. Con las ventanillas metálicas bajas, tapando lo que ocurre en su interior.
Ocultando el pasaje.
No suben las ventanillas para evitar los toscazos.
Me dice el Cabeza, en una oleada amoniacal.
Desde los andenes el murmullo del silencio, ahora excitándose por la llegada del tren se transforma en cánticos, se transforma en la Marcha, y nosotros con algunas compañeras de la rama femenina, algo excedidas de peso, arremetemos entre puteadas con un agudo coro:
¡Perooooón...!, ¡Eviita...!, ¡la patria es peronista...!
Desde el interior de los vagones, - ya detenidos - nos hacen saber que también eran muchachos peronista, que eran como nosotros, coreando lo mismo.
Eso evita el quilombo.
Ahora el silencio es una fiesta, y el anden de pronto se puebla por el movimiento de la gente que baja del tren, esa gente distinta, esa gente contenta por el arribo de su líder después de dieciocho años de exilio, que viajan a verlo, esa gente que salta por las ventanas de los vagones y se mueven unidos, agarrados de las manos o de los brazos o con los brazos pasados sobre los hombros y se unen a nosotros, que antes fuimos un murmullo dentro del silencio, y ahora somos los muchachos de Perón cantando la Marcha y pegándole al aire con el brazo extendido, y los dedos en ve.
Y ahora todos somos lo mismo, somos iguales, somos como los que bajan del tren, y nos mezclamos con los abrazos, con las banderas y con los bombos, y los bombos son parte del mismo cuerpo que salta unido, los bombos son parte de las voces.
Y en la emoción de los cánticos desgarrados honramos nuestra lucha, y honramos a Evita, y esto es un sentimiento que seguro el gorilaje no puede entender, seguro que nunca va a entender.
-¡Nosotros somos esto, el sentimiento peronista!
Me dice el Flaco gritando.
Y yo no se como agarrar la carpeta del colegio, para poder saltar más alto. Y en el cielo, en el cielo gris del invierno veo espejada una magia que nunca más volví a encontrar.
No nos conocemos pero somos lo mismo, y gritamos y saltamos, y que razón tiene el General cuando dice que para un peronista no hay nada mejor que otro peronista.
Cuanta razón.
Y saltando y empujando nos subimos al tren.
Yo también me voy.
Le digo al Cabeza entre el calor de los gritos y los saltos.
Bien..., pendejo!
Me dice, y me abraza y me da un beso sin soltar el bolsito. Y el ambiente del vagón es tan intenso que no identifico en olor del Cabezón, todo tiene el mismo aroma.
Espeso.
Después veo los ojos del Flaco, los ojos del Flaco que dicen tanto, que hablan sin necesidad de emitir palabras, sobre todo cuando se viene algún quilombo.
Y con los ojos me señala hacia abajo por una ventanilla abierta, entre tipos que buscan asiento y otros que saltan y cantan.
Y veo a mi vieja parada en el andén con el delantal de cocinar puesto y con una mano señalándome y la expresión de su rostro, y el movimiento de sus labios, y entiendo perfectamente lo que me grita, así no la escuche entre los gritos y los cánticos de los compañeros la entiendo.
Y es mi vieja, como no la voy a entender.
Y me bajo sin ganas. Y me quedo confundido entre el murmullo del silencio que como yo, se queda parado en el andén mientras el tren se mueve nuevamente, mientras el tren se va.
Y ahora si la escucho a mi vieja, ahora la escuchan todos.
Es mejor que te vayas enseguida para casa...!
Me dice, gritando.
(2006)

viernes, marzo 24, 2006

La sombra


En el atardecer, en el momento ese que el sol lastima si mirás hacia donde termina la calle. En ese momento que el brillo furioso del sol duele en los ojos, y uno pedalea mirando el piso.
Avanzo en la bici.
Y es un alivio doblar en la esquina, y ver el reflejo amarillo del sol embadurnando todo, haciendo crecer las sombras, alargándolas y haciéndolas cada vez más negras.
Uno pedalea y se mira en la sombra que va pegada a las ruedas de la bicicleta cuando avanza, como si fuera un espejo.
La sombra se pega a la bici justo en el piso, ahí donde las cubiertas tocan la tierra.
De ahí sale la otra bici, la de sombra.
Que también me lleva.
Yo me reconozco por el perfil, también por que suelto una mano o la apoyo sobre la rodilla para pedalear con más fuerza. O suelto las dos y avanzo sin manos, canchereando. Aparte porque muevo la cabeza, y me gusta como el pelo me vuela al agarrarlo el viento.
Y el pelo vuela entre las piedritas que brillan. Y yo miro de reojo la sombra del pelo volando, y no parece mío.
Me paro sobre los pedales, -pedaleo con toda la fuerza que tengo en las piernas- y la sombra igual sigue dibujada al lado mio, lo que pasa más rápido es el ripio de la calle.
Como un reflejo brillante.
Como un telón bañado en oro, que gira furioso.

Dejo de mirar hacia donde va la calle, y me veo pedalear sobre el ripio en la imagen negra, bien marcada de mi sombra. Y las cuadras se me pasan sin verlas, y aveces tengo que frenar por que me puedo comer alguno que cruza callado. Y no lo veo.
Y me deformo, me alargo, o me falta la cabeza cuando la sombra camina por los paredones, por los frentes de las casas, por los camiones estacionados, por las veredas rotas.
Y después sobre la calle, de nuevo aparezco.
Intacto.
Entonces en la bajada saco los pies de los pedales y los pongo sobre el manubrio, -junto a las manos- y apoyo la boca contra las rodillas, y en la sombra parece que la bici va sola. Llevando un tipo sin pies, y sin manos, y sin cabeza, arriba.
Y en los árboles que crecen uno al lado del otro, la sombra va y viene así tac-tac-tac, me agrando contra el árbol y enseguida me alargo en el piso y de nuevo me agrando en la corteza de la planta siguiente, y me mareo un poco. Así que miro hacia delante. Y se me pasa.
Y cuando ya me hago muy largo en el piso, flaquisimo, y a la bici se le deforman hasta las ruedas –quedan ovaladas-, miro hacia donde está el sol.
Y si, ya comienza a perderse tras los techos.
Y las sombras ya no son tan divertidas.
Y la noche sube de la calle como una negrura gigante, y se mezcla con otras sombras hasta hacerse una sola.
Y las luces de alumbrado de las calles se van encendiendo solas, de a poquito, como desganadas. Y al pasar bajo los focos siento que la ropa, los brazos, la cara se me pinta de un fulgor transparente.
Y que pedaleo en el aire.




(2005)

Amaya


Si, lo recuerdo a Amaya.
Como podría olvidarlo, a él. Al hombre.
Lo tengo grabado en la frente como el golpe del marronero que mata a la res, que la deja seca, cuando desconfiada entra al brete final.
Reculando, y empujada entra al brete de la muerte, en el frigorífico.
Amaya, ese hombre que deja el vaso como en un rito, raspando con el vidrio la mugre de la barra y suspira, y mira como perdido buscando algo en el aire del boliche cuando escucha a Don Alfredo que comienza a recitar “Guitarra negra”.
Y ve la res resbalando las pezuñas en el estiércol, y en la sangre, de otra, la que cayó también golpeada por el marrón.
Y el recordarlo, me trae ese dolor de parietal partido, de caer sobre el costillar en el cemento con ruido ya de carne muerta.
Antes que un tajo me abra el garrón y el gancho me cuelgue y me lleve ya carne colgando, carne azul.

A Amaya, el inmortal, si lo recuerdo. A ese hombre lo llevo como una marca en el hueso.
Una marca que no se va.
El mismo lo decía: cuanto cuesta abandonar, lo que se puede recordar. Y volvía a mirar entre el aire pesado del verano.

Su presencia imponía sin buscarlo un respeto, casi un miedo. Un hablar bajito, un cuchicheo. Su seca hosquedad lo imponía, su forma de estar solo.
Su silencio de andar enredado en sí mismo.

A ese hombre como otros miles, que se asombraba de verse entre la gente. Entreverado entre los vivos.
Él, que sabía que era la muerte y como llevarla colgada en algún lugar de la piel.
Él, el condenado a la pala en la mano, el que murió boqueando después que el filo del puntazo, entró y salió de la carne.
Cumpliendo.
Su destino de cuchillo. De cuchillo empujado por propia mano. Abrazado por las piernas de esa mujer impropia.

Ese hombre que supo ser jinete, carpeador, mensual, arriero, pescador en aguas oscuras.
Ese que pitando un armado enfrentó las madrugadas, las lloviznas, los solazos y le fueron quedando en las manos los caminos.
Y en los ojos, también le quedaron. Y los entrecerraba al contar hasta ese gesto, como si se quisiera reparar dentro del pasado.

Ese hombre que podía mirar en el mapa de sus manos y encontrar tembladerales entrerrianos, o la verde planicie de la banda Oriental o el Chaco Santafecino que vuela en un hachazo.
Ese que empinaba una caña quemada y sabía que era la esperanza. Y en la carne le ardían las mujeres.
Sobre todo esa mujer.
Por que siempre hay una.

Si, Amaya fue el que me contó. Una noche bochornosa de calor y humedad en pleno enero, que entregado a los sorbos quedó solo acodado al mostrador.
Esa noche había pedido vino, utilizando una sola palabra.
Después seguro, recordó que andaba sin dinero.
Le puedo pagar con un pájaro, me dijo, sacando un cardenal dormido del bolsillo, que mantuvo dentro del puño.
O con un secreto -agregó-, y la voz se le puso como si temblara.
Le acepte el misterio.
Y ahí me largó.

En este boliche, dijo y comenzó con voz pausada, sólo entran los que giran la Plazoleta Hernandarias en el sentido que lleva la calle España, después siguen por Cadete Castro hasta Perú, y al terminarla e ingresar a Gran Chaco desaparecen.
Ahí suspiró, y miró como una ráfaga de viento caliente movió los jacarandaes.
Pero siguió.
Acá, - Dijo - y pegó con dos dedos fuertes de uñas mugrientas contra el mostrador.
Acá solo entran los que cumplen ese ritual, los que se desvanecen.
Y se quedan para siempre.

Y soltó el cardenal, que voló nervioso dentro del boliche hasta encontrar la ventana abierta.
Los dos seguimos el ruido de las alas que chocaban.
El pájaro en un segundo se perdió en lo negro de la noche. Y nos dejó acodados, ante la misma botella de siempre, ante los mismos vasos.
Soportando la eternidad.


(Para Pablo Salomone y a la memoria de otro “inmortal”, Don Alfredo Zitarrosa)

(2005)

La venganza

La voz del forastero se agregó al silencio como el grito de alerta de un pájaro en la noche, o como el viento al moverse.
Voló la cortina de tiritas plásticas, rojas, por el manotazo, por el sopapo que las deformó hasta que pasó el propio rostro del forastero.
Hacia la luz.
Y el hombre que se había agregado al silencio pisó fuerte en las baldosas del boliche, y el boliche mismo se acercó a él.
Portaba una faca desnuda, de hoja larga y espejada, calzada en el cinto.

Y al hablar congeló el aire pesado por el uso de la noche. Por los tabacos, por las barbas babosas de ginebra.
Hizo tiritar los dedos que orejeaban los cartones buscando una flor de espadas, o algún punto a mentir.
Más de uno miró a su alrededor como buscando un poncho. Otros con apuro empinaron el vaso llenándose la boca, y tragaron bramando.
Hubo reojos de miradas. Desconfiadas.
De susto.
Primero se alivió el bochorno que el día había dejado en el aire, después el frío comenzó a doler como una chapa helada que te apoyan sobre la piel.
Que te pesa en la espalda.
Que duele.
El murmullo quedó mezclado con el humo y la luz de los faroles.
Ahí habló.

- Busco a Amaya...!

Se le escuchó brotar de entre los labios azules. Azules pálidos. De muerto.
Al recién venido.
Los suspiros se quedaron para adentro. Odiando escaparse. Retenidos en el miedo.
Y al mostrador le fue creciendo el hielo, con ese ruido sordo que tiene la escarcha al quebrarse cuando avanza.
Las mesas se pegaron al piso.
Se podía ver brillar como la capa glaciar cubría el embaldosado mugriento. Como de agua, pero dura.
Dentro de las alpargatas se acurrucaron los dedos. Se fruncieron los ojetes. Se pudo ver los alientos, ya en el aire. Chorros blancos que salían de las bocas.
Y las cabezas girar buscando al que bebía con el patrón. Casi tocándose, mirando los vasos. Escarbando respuestas.
En silencio.
Y el voltear de Amaya, como una luz, como un fogonazo. Y el humo azulado. Y el relumbrar de las miradas.
Y los brazos en actitud de defensa que se cubren los ojos.
Y el corcoveo de cabezas.
El respingo.

Y el arma en la mano. Que queda apuntando. El arma negra en la mano, que vierte el azulado humo por hueco fijo del cañón.
Que mira al forastero de frente.
La mano endurecida sostiene el revolver. Y el dedo que busca llevar nuevamente para atrás el gatillo, y ahí se queda esperando.
La mano enredada, que aprieta como una víbora furiosa la culata.
Y los ojos que crecen. Y el boliche se achica, se amontonan los olores. Y el resplandor que estalla en las caras.

Afuera, los árboles parecen nacer de nuevo en ese segundo que blancos quedan por el fulgor, clavados contra el suelo.
Muchos presienten que amanece.
Que en ese reflejo se hace el día.

Y la bala que para en el espesor del griterío, detenida antes de llegarle al pecho del forastero. Al dueño de la mujer ajena.
Congelada.
Para siempre.


(Alguien que pasaba, entrada la noche por la Plazoleta Hernandarias, esquivando el cementerio. Escuchó un estampido, como un disparo, o como una tabla que se parte.
Eso creyó.
Venía del interior del bar “Diez puntos”, que ya estaba cerrado y con las luces de la calle apagadas.
A esa hora.)


A Pablo Salomone (Vaerjuma) (2005)

Banda sonora de un final para Amaya



(“Los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres,
para que tengan argumentos de cantos venideros...”
-Odisea-)





Sólo yo lo sé.
Lo sé, y me quedaré con ello para siempre. Por eso lo cuento.
Hasta completar el oscuro círculo de vagar eternamente aquí adentro, tras la barra, y entre las mesas del boliche. Entre el humo que pinta el silencio.
Entre el ruido de carcajadas rudas, de sonidos de botellas vertiendo. De convites.
De relinchos apagados que vienen del palenque.

Sólo yo pude ver los ojos que tenía la Muerte cuando llegó.
Llegó, y se plantó como una sombra más. Como la noche. Como alguien de ahí.
Justo detrás de Alonso Amaya.
Fue un remolino oscuro que movió el aire del “Diez puntos”. La sentimos sobre los párpados.

Otra vez los boliches nocturnos
amarillos de sueños perdidos
quiñeleros de suertes extrañas
azulados en humos y vinos,

viejas radios rezongan canciones
y un Gardel arrullando su trino
y en la mano madera de un tango
un borracho camino al ayer...





La madrugada, mansa, había logrado que fuéramos quedando solos.
Solo Amaya y yo.
Aliviándonos del gentío. Cabeceando ya un sueño.

Fue ver a la parca. A la mal venida.
Y sentir.
Fue sentirla como un miedo que empapa de golpe la piel, y los puños cerrarse.
Puntual, pensé.
Y me detuve en sus ojos.
Los ojos de ella. Esos ojos eran.
Descubrí.
Y de golpe también, las manos apretando las palmas me sudaban.


- Se acabo lo que se daba...!

Dijo el montaraz, y sonó como un responso. Secándose los restos de caña del bigote con la manga, y calzándose el sombrero. Parsimonia teatral le agrego al movimiento. Mientras respiraba hondo, como buscando reponerse de un planazo.
Y a la cara se le espantaron los colores, y le creció la blancura. Le fue ganando la blanca palidez de sangre ida.
Cuando se erguía lentamente y sacaba del tirador su cuchillo envainado.

Brilló la hoja al mover las manos, y lo clavó en un ademán en el relicario abierto que dejó entre los vasos vacíos.
Lo clavó, y había odio en el gesto, como ganas de matar.
Uso la fuerza de querer matar algo.
Escondía la imagen de una mujer, ahí adentro. Una fotografía. Y el puntazo pasó hasta la madera de la mesa. Atravesando la chapa de plata.
Y a la imagen de la foto le entró justo en el cuello.
En el cuello desnudo. Debajo de los ojos que seguían sonriendo indiferentes a la faca ensartada.
Luego alejó la mano del cuchillo, y la sostuvo en el aire. Abierta.
Ofreciéndome un saludo. Un choque los cinco.

Desgastas paredes que miran
sin perdón, sin asombro las cosas...
por el ojo del buey descordado
de un reloj que hizo el tiempo y murió.

Los más raros espejos que imitan
otra vida mejor... o la misma,
marioneta de pan en la niebla
bajo un sol empañado en alcohol.

La soledad, con el alcohol...
suelta un gorrión,
que por el aire del alma se va.



Él sabía que esa noche al terminar, agotaba su historia. Que volvía al silencio. A la inmovilidad de la lápida.

- Como diría el Maestro...! Me dijo.

- Para tanta soledad me sobra el tiempo..., dile a la vida que viva...!


La oscuridad se movió inquietando la punta de los pastos.
Y nuestras palmas se estrecharon, y en la fuerza del apriete le sentí las mataduras de los años.
Miró después, sin apuro, su daga clavada en la imagen. Aun vibraba la hoja.
Aun quedaba en el acero la fuerza de su rabia.
Moviéndose.
En la imagen de la hembra.
De la mujer que dejó probar su hombría en ella.
Hace ya tantos años de eso, que solo él lo recuerda.
Y es un muerto.

Después salieron juntos, como un viento. Cruzaron la plazoleta, y se perdieron en la boca negra del portón del cementerio.

En la radio sonaba esa milonga, y yo me quede en silencio con los ojos puestos, ahora, en la mañana que venia.
Sólo seremos eso, pensé.
Sólo carne y metáfora.


(En este relato interpuse algunos versos de la milonga “Los boliches” de Suarez y Palacios, que interpretara magistralmente Don Alfredo Zitarrosa, quien solía decir:
- Yo encuentro una milonga en cualquier canción...)

(2005)