viernes, noviembre 09, 2007

El secreto de las cuatro de la tarde





El viejo esta solo sentado en la cabecera de la mesa, solo y sentado casi inmóvil en la mesa preparada para el almuerzo y en silencio lustra una cuchara con la servilleta que tiene colgando del cuello cerrado de la camisa.
A la sala la ilumina la claridad de un día de verano que ingresa por el ventanal y la luz que entra perforando el cortinado hace que la cuchara brille como el oro.
Para comprobar la perfecta limpieza del metal el anciano se acerca la cuchara a los ojos y los entrecierra, luego con un movimiento de la mano la hace girar y la examina en su totalidad, para terminar la ceremonia apoyándola con cuidado sobre el mantel, junto al plato.
Después me mira con ternura y golpea con los dedos de su mano abierta la silla vacía que tiene a su lado. Frota los dedos en el asiento y esos pequeños golpes son los que terminan con el silencio. Me siento junto a él, apoyo una mano a cada lado de mi sitio en la mesa y acerco mi rostro, y en el brillo del fondo del plato vacío veo como mi aliento lo empaña, cada vez que brota de mi boca abierta al respirar, mi aliento apaga el brillo, que le crece de nuevo al fondo del plato si no respiro.
Él sabe que lo observo y hace -como un mago ejecutando su acto preferido- un nudo doblando con cuidado la servilleta, un nudo como el que se hacen a las corbatas, me mira, sonríe y los dos continuamos en silencio esperando que se sumen los demás comensales.

El aroma de la sopa se mezcla con los rayos del sol que le ganan al cortinado y a los árboles y se meten al comedor como mágicas ráfagas de luz, y entre ellas se mueve el vapor que formando dibujos gira, gira y sube desde la sopera.
El cucharón entrando y saliendo de la sopera y la mano de la abuela sirviendo cada plato generan tormentas que la luz penetra pasando del amarillo al blanco para invadir el comedor con tinieblas que huelen a verduras.
Los anteojos de ella se empañan entre una nube caliente, pero no deja de servir mientras la mesa se va poblando entre cuchicheos.
Yo no quiero sopa pero igual me llena el plato de arriba, el más hondo. Acerco la cuchara hasta dejarla al ras del liquido, donde flotan verduras y pequeños fideos con forma de estrellitas, dejo que se moje con la nube caliente y luego sin ganas la sumerjo y dejo durmiendo en el fondo.

El viejo -quien bendice el caldo con un pequeño chorro de vino- penetra el liquido con su cuchara impecable, lo hace con movimientos simétricos y la lleva a su boca sin perder una gota luego de soplarla unos segundos en el camino, me mira y dice –apura que se enfría- y yo muevo la cabeza asintiendo pero no la cuchara, la cuchara sigue dormida en el fondo entre los trozos asquerosos de verduras que navegan al garete el mar de mi plato.

Mis abuelos tienen pensionistas en la casa, son maestras jóvenes que vienen de otras provincias a trabajar en las dos escuelas que tiene el pueblo. Conviven con ellos generalmente hasta que encuentran pareja y se casan, o regresan a su lugar de origen. No recuerdo a ninguna que haya quedado soltera.
Las pensionistas tienen su dormitorio en la habitación que da a la calle, la habitación que da al sur, desde donde sopla el viento acarreando el frío y ese leve polvo que todo lo cubre, lo ensucia, y en silencio va tapando el caserío y a la gente que allí vive.
Cuando me toca en suerte alguna de ellas de maestra en mi grado sufro, en realidad prefiero no tenerlas, y mi sufrimiento pasa por la información que llega a mamá de mis andanzas en la escuela y aparte me da no se que verlas en lo de la abuela así, de entrecasa, sin el guardapolvo o hablando entre ellas mientras toman mates, o comiendo al lado mío en la mesa.

A veces me mandan a traer agua y salgo con el balde blanco enlozado, impecable y antes de sacarla me asomo al hueco del pozo a mirar el otro balde –el de lata- que nada quieto, como apoyado en un espejo y a sentir el olor fresco que viene desde el fondo.
En el espejo redondo del agua durmiendo en el fondo del pozo está el cielo brillando y el balde clavado en ese cielo, hasta que tiro la soga y el celeste del cielo estalla, estalla en el agua rompiendo por la salida del tacho lleno, chorreante.

Ellas hablan, hablan y juegan al rumy.
Ellas son mi abuela y la señora de anteojos que es enfermera y viene a curarle el pie al viejo. El viejo tiene el pie enfermo por eso usa zapatillas de paño y a veces acarrea mal olor por donde pasa. La señora de anteojos trae sus cosas, su instrumental, en un maletín negro que lo saca del portaequipajes de la bicicleta y lo deja sobre el sillón del living.
El anciano en silencio espera sentado en la cama con los pies dentro de una palangana, ahora entre el olor a espadol y las penumbras de su habitación. Y mira sin ver sus valles asturianos y sus ojos, sus grises ojos brillan como una lágrima intacta, y al estar abiertos, ya solo con estar abiertos son un acto de bondad.
A ellas las absorbe la timba.
Me aburre escucharlas y me voy al galponcito a jugar solo y a hojear las revistas que me acechan prolijas y apiladas, pero que el tiempo fue poniendo amarillas y la misma tierra que el viento despierta les hace una mortaja de una fina arena temblorosa a los soplidos. A mis soplidos, cuando las saco a la luz del día y les hago aparecer los colores de la fotografías que tienen en las tapas entre nubes de polvo.

El gato no entra a la casa, la abuela no lo deja –con un gato sobra, dice- y el bicho ronda por los techos y la leña apilada, pero el hambre lo hace más manso e indefenso, por eso pude rodearlo con el cinturón de tela y dejarlo inmóvil dentro del manguito del tensiómetro.
Luego comprobé el poder de la fuerza del aire que expulsaba mi mano al apretar la pera de goma. No emitió el mínimo sonido pero cuando afloje la perilla metálica y el aire salió soplando el animal estaba muerto y tenía sangre en la boca.
Lo enterré detrás de la leña del patio del fondo con el sol quemándome la cara y odiando que la muerte fuera tan fácil.
El maletín de la enfermera quedó como si nadie lo hubiera tocado y yo me fui sin saludar, tal cual quién se va apurado.




-Vos te animás...!

Aseguraba el Chingo, y los demás lo escuchaban en silencio. Con el dedo había apuntado a Fastidio, entre ceja y ceja.

-Es fácil...!

Fastidio hizo un gesto de esconder la cabeza entre los hombros y entrecerrar los ojos.
Estaba mudo.
Fácil para él, pensaba yo, que es más grande y es chorro. Pero para nosotros no, para nosotros las pelotas. A mí ya me comenzaba el cagazo. Que es como un dolor de panza y ganas de salir corriendo.
Si me agarran adentro, o se entera mi vieja no puedo volver a mi casa y tengo que dormir en el patio, o después sin comer y a la cama de por vida.

-Yo no puedo entrar, por que no paso por el agujero del alambre...!, soy muy grandote...!

Decía el Chingo, y se agarraba la barriga que la tenía redonda como un globo.

-Es para uno de cuerpo chiquito, como ustedes...!, y que corran ligero...!

Y nos seguía mirando a Fastidio y a mí, sentados uno al lado del otro. El Chingo nos quería convencer y nosotros poníamos cara de giles.

- Para pendejitos...!, como ustedes...!

Repetía.

Todos sabían que a él lo llevaron en cana. Un robo de noche, de los que hacen los grandes, pero que lo habían agarrado por una boludez. En el Club escuché a unos decir que si hubiera sido más inteligente no lo agarraban ni de pedo, -pero que ese además de chorro es tarado-, también decían.
Parecería que si no fuera por las boludeces se podría afanar descaradamente, y nadie decir nada.
Y yo pensaba de que vivirían los canas si no descubrieran los robos, y salvaran a la gente buena, si ya sé, como dice el “Turco” estafetero de la trocha, esos afanan más que los chorros. Pero yo pensaba que difícil debe ser decirle a un policía que es ladrón -quien se anima-, nosotros apenas los vemos, cuando estamos jugando a la bolita, rajamos.

Nunca nadie me dijo por que no podemos jugar a las bolitas en la vereda, que tiene de malo. Pero igual ni lo pensamos, al primer grito de que viene la cana, juntamos rapidito las tiradoras cada cual agarra la suya de la troya sin avivadas, y a rajar.
Después partido nuevo.
Si no te las sacan, y no las ves más.

De lo que nunca me voy a olvidar es de un boloncito celeste que tenia de puntera.
Me lo había regalado la Abuela.
Era apenas un poquito más grande que las otras bolitas, las normales, pero de las importadas. Con un molinetito de colores adentro que la dividía como en los gajos de una mandarina. Me calzaba justito entre los dedos. El molinete de adentro era todo celeste, yo me lo ponía delante del ojo y lo hacia girar entre los dedos mirando el sol.
Así recuerdo el patio de la casa del ferrocarril, la casa construida de durmientes de quebracho, a través del vidrio de mi bolita tiradora girando entre el celeste.
La casa donde nací.

Esa tarde, el cana dobló en la esquina tan rápido en su bicicleta, que cuando me di vuelta ya lo tenía encima y me quedé tieso, no atiné ni a correr a mi casa.
Para mí fue una emboscada planeada por el turro.
Me pidió las bolitas que ya había guardado en el bolsillo, y si, esa si que fue una boludez y también me cagué hasta la patas, y se las di.
Creo que es a una de las personas que más odié en mi vida. Milico aprovechador, me dieron ganas de gritarle, pero de nuevo me cagué, y no le dije nada.
Lo odié y me fui para casa. Miré como él cana se iba en la bicicleta, no sé si sonriendo, me repugnaba hasta mirarlo.
Se llevaba la celestita.
La cara me hervía, seguro la tenía colorada como un tomate y apretaba los dientes, pero no lloré.
No le voy a dar el gusto al hijo de puta, pensaba. También pensaba en mi punterita y la extrañaba en el bolsillo, extrañaba el peso que sentía en el bolsillo cuando corría y la tenía a ella durmiendo en el fondo.
Era como una parte mía.


- Uno de nosotros le golpea la puerta de la calle..., y cuando la vieja sale a atender...., vos te mandás por el alambre roto y te traés el fulbo que el hijo dejó en el fondo...!

Apuntando ahora con la mirada hacia una pelota de cuero, que dormía la siesta junto a un tendal de ropa colgada.

- De acá se ve...!

Ni lo pensamos, como si viéramos aparecer un fantasma, o la cana mientras jugamos a las bolitas. Salimos corriendo, espantados.
Fastidio le gritaba dando vuelta la cabeza.

- Si querés afanarte el fulbo..., andá vos...!

Y a dúo.

- Chorro...!


Yo recordaba el gato muerto y temía la mala suerte que dicen puede acarrear una muerte así. Pero Fastidio me consuela.

- Vos como ibas a saber que los gatos se mueren tan rápido?

Y si, como podía saberlo.

(2007)


jueves, septiembre 06, 2007

Aullidos





De mi viejo tengo un solo recuerdo. Es como una visión, como la parte de una película, como una escena se dice?.
Saco cuentas comparando la altura de mi hermana –que es a quien tengo más nítida en ese sueño- y debo tener cuatro años, por que vivíamos en esa habitación con dos camas y la mesa grande de fórmica con patas de caño estaba junto a la puerta de entrada, que daba a la galería, adonde daban también las puertas de las otras piezas, y donde vivía otra gente.
Gente grande, en ese caserón que compartíamos el baño y la cocina, eran todos grandes, salvo mi hermana y yo. Si, yo era el más chiquito y me metía por todos lados. Algunos me ofrecían una torta frita o un pedazo de pan mojado en una olla, sobre todo las mujeres que se quedaban solas durante el día y cocinaban.
Que ojazos que tenes guachito, me decía la vieja gorda del frente –siempre vestida de negro- la dueña de la casa y aprovechaba para darme un beso. Otros me sacaban cagando apenas me asomaba por las puertas, les molestaba, o si les abría la del baño cuando estaban adentro. Rajá pendejo de mierda me decían, y yo rajaba y me escondía para verlos si asomaban la cabeza para asegurarse que no me quedaba tras la puerta escuchando.
El baño siempre estaba mojado y yo saltaba salpicando en el charco que le quedaba al piso. Cuando me acercaba al balde que tiraban los papeles arrugados al lado del inodoro, era mamá la que me decía rajá. Eso no se toca. No iba a la escuela, por eso también creo que andaba por los cuatro y mi hermana ocho años. Justo el doble que yo.

Mi viejo era como una sombra oscura que entraba por la puerta y tapaba la luz de la galería. Todos nos quedábamos en silencio cuando llegaba, hasta mamá que bajaba la cabeza terminaba de planchar apurada y ponía el mantel y los platos en la mesa, mientras él se sacaba la gorra enorme del uniforme, el cinturón con la reglamentaria –a la pistola le decía la reglamentaria- y la chaqueta azul y lo iba acomodando arriba del ropero.
Cuando el llegaba la habitación se inundaba de olor a tabaco, era el olor de él. Yo lo miraba desde atrás de la mesa, que me llegaba justo a la altura de los ojos, así que me ponía en puntas de pie y lo miraba. Él no hablaba, así que nadie hablaba. Después salía al baño y cuando volvía la comida ya estaba en la mesa y nosotros sentados frente al plato. Comíamos, se enojaba con mi vieja si no le alcanzaba el vino o si el guiso estaba frío y se acostaba y al ratito ya roncaba. Daba miedo como roncaba parecía que iba a reventar.

Eso es todo lo que recuerdo de esos años, y de él. Después ya me veo solo con mamá y mi hermana en la época de ir a la escuela. De entrar al baño que siempre tuvo el piso inundado - siempre, siempre que lo recuerdo- y en invierno era escarcha lo que cubría el cemento del piso junto a la rejilla, pero yo ya llegaba al espejo, me veía aunque en puntas de pie y me peinaba para atrás, con jopo. De jugar a la pelota con guardapolvo en los recreos, de la nieve mezclada con barro, de los pies helados. De las peleas por que me decían: hijo de milico chorro. De mi vieja llorando, de mi hermana con panza - vas a tener un sobrinito me decía la gorda del frente- y comíamos solo de noche.
Después la noche era una desesperación de perros aullando y de viento escapando por las calles, con ese rumor a fantasmas que tiene el viento, y que para asustarme juega entre los postigos y los hace golpear como un zumbido que quiere entrar y meterse en mi cama.

A veces cuando decido contar a alguien esta parte de la historia siento que me toca una mano invisible, una mano que quiere cerrarme la boca, callarme, algo que me frena en ese momento cuando me detengo en el piso mojado del baño. Esa noche helada.
Esa noche que encontré a la dueña de la casa, a la del frente, vestida de negro y a oscuras sentada en el inodoro, inmóvil. En silencio. Y sin encender la luz le veía las carnes blancas colgando, cubriendo el asiento, sus carnes gordas gastadas chorreando y la cabeza tirada hacia atrás, apoyada en la pared y el tanque del depósito de agua del inodoro coronando su trono.
Cuando lo cuento también me aparece la desesperación de aullidos, de los mismos perros de siempre. Y la veo ahí a oscuras, con los ojos abiertos. Y me veo yo, que intento abrir la boca para gritar o para decir algo y que no puedo, y el miedo es la oscuridad del baño y el frío de la noche que entra por la puerta abierta pegado a los aullidos, a esos perros lejanos. Y estoy parado en el charco del baño mirando el bulto oscuro, vestido de negro y con los ojos fijos en el techo.

Regreso a la pieza entre las penumbras dejando la marca de mis pisadas con el agua del baño en las baldosas de la galería, regreso y soy un ciego que se guía por los olores tibios de la habitación y no voy a mi cama, el miedo no me deja entrar en mi cama, si en la de mamá que se da cuenta que soy yo y me ofrece un lugar junto a ella, sin despertarse.

lunes, agosto 27, 2007

Capiango




Cerquen, no sean bárbaros…
(D. F .Sarmiento)


Buscó llegar como otras veces al boliche. Ahora el camino es un laberinto entre campos ajenos. Entre alambrados, esos guachazos en la cara de su libertad, de no poder encarar la pampa a su antojo.
A su placer.
Ya todo es de alguien en la campaña, lo veía y se lo decían sus ojos. Nada es como antes, le retumbaba bajo el chambergo mientras algún ruido humano le rompía el silencio de andar solo varios meses cara al viento.
Hay que andar como preguntando. Se decía.

La noche cerrada se fue minando de resplandores, de luces parpadeantes, y al solitario rancho blanqueado del boliche lo rodeaba ahora el caserío, y las voces.
De vez en cuando el pecho del azulejo se topa con un alambre y el recule los fastidia, al animal y al jinete, y ya no siente como de él esta geometría de la tierra.

Acercó el flete a palenques concurridos, le aflojó los aperos, sujeto mejor el cuchillo bajo la faja y ya entre luciérnagas y sombras alargadas, encaro la bocanada de ruidos que produce el gentío al abrir la puerta.
Se acercó hasta el mostrador. Fue servido y desapareció en las pocas luces de un rincón donde se quemaban unos palos. Sin hacer llama.

- Las tropas de Quiroga cuando él decidía una carga, se transformaban en capiangos..., en tigres del desierto!Contaba a un pequeño grupo un hombre avejentado y de barba amarillenta.

- Y eran cuatrocientos, cuatrocientas fieras invencibles…, y a la cabeza iba Facundo, el más temido, dejándose llevar por el moro.Y miró uno a uno de los que escuchaban con los ojos brillando.

- Ese pingo que lo guiaba a la victoria…, a esa victoria que buscó siempre, para no ser esclavo!
El griterío desde las mesas donde una mano pareja termina en “quiero vale cuatro”, no disimula, cuando el viejo casi grita la última frase.
Una bordona rasguea afinando y los distrae.

Entre las sombras del rincón alumbrado por las brasas, una garra aprieta el vidrio y lleva el vaso hasta los labios del recién llegado.
Apenas, en un resplandor fugaz al encenderse una cerilla se ven brillar los colmillos. Luego quedan al acecho los ojos felinos.
Ocultos.
Se encabritan las bestias en los palenques, alcanzadas por el miedo. Salvo el azulejo, que resopla tranquilo, en el mismo lugar donde duerme la noche.

(2007)

viernes, marzo 16, 2007

Sudaca

Sudaca

Una cosa por la que evitaba decirle a Coria, negro de mierda, fue por una frase que escuche una mañana viajando en el tren, y la decía una mina, una morochita muy norteña parecía por el aspecto y la tez, se lo decía a un flaco pálido, melenudo y con cara de no haber dormido por varios días, la guacha a los gritos lo matoneaba aullándole: que me venís a decir indiecita cabeza, vos pelotudo, hijo de inmigrantes europeos que soñás todavía con volver, ahora que allá son ricos, que no se mueren de hambre, y ahora nadie te pasa bola, nadie te reconoce que sos de europa, sudaca.

Y el Negro es cabecita, es tucumano, pero yo le digo negrito con cariño y nunca tuvimos un si ni un no y las cosas andan un violín en el trabajo, por que yo soy de piel clara pero soy sudaca también, hablo como él, laburo con él, me cago en todo el mundo como él, paso el mismo hambre que el Negro Coria, lo único que si a mi me mirás y no me escuchás decís este es italiano o español, o turco quizá, pero no cabecita, y eso es lo que le rompe las pelotas al Negro, que le digan negro roñoso, pero laburando el tipo es de primera, el organiza los itinerarios antes de que comencemos a empujar móvil, así le decimos a veces en joda a camilla, pará repitamos lo que tenemos que hacer así no dejamos nada en banda, al repetir siempre se piensa algo nuevo –me dice- y eso seguro nos ahorra tener que andas haciendo fuerza al divino botón.

Nosotros somos camilleros, desde hace más de treinta años que somos camilleros, entramos casi juntos al hospital y ahí aprendimos a fuerza de puteadas y chocar paredes a manejar la camilla, y a comprender a la gente, a esta gente que nosotros transportamos, que por algo van en camilla, son tipos con problemas, enfermos, algunos hechos mierda, agonizantes, otros con miedo a morirse, con miedo por que los van a operar, o que no saben lo que tienen, asustados y hasta los fiambres llevamos, si tenemos historias con el Negro, carradas de historias.

El siempre se acuerda de la época de los milicos cuando estábamos en la guardia de noche, nos ponía el turro que teníamos de encargado, a veces apoliyabas todo el turno, pero tenia sus cosas, en aquellas épocas se podía encontrar en la guardia cada tanto algún muerto, pero muertos posta digo, que los dejaban a las apuradas los compañeros arriba de una camilla, pensando que los tordos los podían salvar, pero a muchos ya no había nada que hacerle y en eso el Negro Coria la tenia reclara, el podía discriminar con la exactitud de un forense las circunstancias previas al ingreso de cualquier tipo que trajeran así, es decir cualquier muerto, porque hablar genéricamente de muertes muchas veces es confuso, hay que diferenciar en el lenguaje de los tordos que dicen un óbito, o de los canas que se refieren al occiso, de los familiares que hablan de los fallecidos, o de nosotros que simplificamos con lo de fiambre. Estos, algunos estaban hechos fruta, quemados por los cuetazos llenos de sangre por todos lados, pálidos, indiferentes a los golpes, y ya no son ni soberbios, ni boludos, ni suicidas, ni héroes, ni chorros, ni compañeros, son muertos y están muertos y en ellos se puede llegar a alguna lectura de cómo arribaron a esta condición.

La verdad que estos muertos son en general cosas de la ciudad, es decir de afuera, de la calle, no son tuyos, no son del hospital, pero en esto los camilleros de la morgue son como los arqueros, te llegan y hay que atajarlos, y hacerse cargo así sea uno que saben que esta remuerto, pero te lo tiran igual en una camilla o en el piso y salen a los pedos, para no dejarlo olvidado en la calle, creo que esto es por piedad de los mismos cumpas que estaban con él cuando la ligó.

Eso de dejar muertos en la guardia es un poco de hijos de puta, también los tordos se ponen como locos cuando les plantan un fiambre, nosotros pensamos que es de haraganes que no quieren hacer los papeles, y algo debe tener de verdad esto. Ellos te dicen que un muerto siempre es un quilombo, si vienen en un auto o en una ambulancia y se dan cuenta antes de bajarlo que pasó a mejor vida, no se lo dejan bajar, se los tienen que llevar pienso que a la morgue judicial, o a lo de juan pelotas, pero no en la guardia del hospital, ni mamados.

Una noche de invierno, me acuerdo por el comienzo de los ochenta, el Negro se levanto a mear, nosotros dormíamos juntos, en un cuchitril abajo de la escalera que va a los quirófanos en dos camillas reduras, y pasó medio desvelado por la puerta de ingreso a la guardia y vio que habían dejado un tipo sentado en los bancos de la entrada.

El tipo estaba muy quieto, los gatos le andaban por encima y ni se inmutaba, se le acerco y vio que en realidad era un muerto, un viejo de sobretodo mugriento, pelo largo canoso, un viejo flaco -un ciruja seguro- y se dijo: lo parió, me plantaron un fiambre, pero el guacho no se quedó ahí, carpeteó que justo enfrente, en el pabellón de cirugía, había una ambulancia celular de la cana de capital, que había venido a dejar algún preso enfermo, alguno para operar.

La ambulancia estaba sola, posta que los putos por no gastar al chofer lo hacían laburar de camillero y había bajado. Así que se lo cargó al jovato, el Negro tiene una fuerza que te pone una mano y no te levantas por un fin de semana, lo cargó al hombro, y se los deposito a los milicos en el celular, después espero a que se fueran, ni revisaron atrás, se piraron apurados.

Al rato entro en el sucucho adonde dormíamos cagandose de risa, me despertó y me contó el deposito que les había hecho a las fuerzas de seguridad, seguro que los canas no entendían un carajo cuando lo encontraron, como se les subió el muerto a la ambulancia.

Ahí si le decía, sos un negro de mierda, al único que se le puede ocurrir una cosa como esa, es a vos, eso se le ocurre solo a un negro sudaca.

(2007)



sábado, marzo 03, 2007

Timbre




Leía, sentado en el patio bajo el ciruelo en una tarde perfecta leía un cuento (todos lo días leo un cuento o varios según la concentración que logre).
Leía, cuando escuché el timbre y tomé conciencia de mi posición. Sentado en la reposera con los pies sobre una silla, con el mate en una mano y el libro en la otra, el termo en el piso y el perro dormido a mi lado también bajo la sombra del ciruelo.
Pocas veces alguien toca el timbre a esa hora. Me recorrió -cerrando los ojos- el fastidio de imaginar quien trataba de comunicarse conmigo. Me quedé sentado, pero ya no leía, miraba el sapito que estallando en gotas regaba el pasto recién cortado. Pensé en quedarme así, después de todo no tenía por qué atender a nadie.
Cebé un mate y le rasqué el lomo al perro, me llevo muy bien con él, después de recuperarlo de la calle, esta es una historia larga (los animales también sufren con las separaciones). Tino, ese es el nombre de mi amigo, creo que tiene conciencia de ello.
El timbre insistió en quitarme la paz, en no dejarme disfrutar el mate. Pero de pronto pensé en otra cosa, quizá por la forma de sonar ese aparato. Ese último toque me pareció histérico, al perro también, levanto la cabeza y me miro, ahora comprendiéndome. Podía ser ella, algo en el aire me hizo pensar que podía ser ella quien llamaba, quizá una nube que cubrió el solcito y le cambió el tono al brillo verde del césped, o una leve brisa que movió las ramas, algo fue.
El timbrazo siguiente no me dejó dudas, a Tino tampoco así que se paró y se puso alerta. Le pase la mano por el lomo y se acercó buscado caricias, deje el mate en el piso y seguí leyendo.

(2007)