domingo, junio 12, 2005

Travesía

Travesía
La muerte no es la nada, sino que la nada es.
No hay lo contrario a la vida, su contrario no hay.
(Macedonio Fernández)



La cazonera cabeceando cercana a la costa, más allá de la barra, esperó la marea alta.
Como dormida.
Luego entró al río, ayudada por la fuerza del mar penetrando.
De la fuerza impresionante del mar, y del viento soplando del sudeste. Que encrespa las olas, las hace volar, las transforma en lluvia cuando blanquean al romper, y junta espuma gruesa, amarronada, en la playa.
Espuma espesa.
Que rueda en la arena, y vuela.
En copos de algodón mugriento, vuela.
Y se pierde entre los médanos, hasta volverse nuevamente sal.
El Haroldo vacila, se escora, se clava en las aguas peleando, batiéndose. Lo maltratan las olas. Enfurecidas.
Y sale.
Ahora levanta la proa sobre la línea blanca de las rompientes.
Se hunde.
Y vuelve a salir.
Y se hunde, y sale. Empujado por el viento.
Y cruza sin novedad los de bancos de arena.
La barra endiablada de la desembocadura.
El Patrón desde la timonera suspira. Aliviado. La botavara fija por los cabos a la borda cruje.
El barquito restalla, saliendo del oleaje del mar.
Los cordajes gritan agarrados, ajustado los nudos.
Ya en el canal, ya en río, el viento del sudeste silba contra la mayor y el foque. También furioso.
Tensa el velamen, lo hincha, haciendo panza en las lonas.
Orza el casco.
Y la quilla afilada se sumerge y sale a la superficie, y corta salpicando el agua verdosa.
Mezclada.
Del mar y el río en abrazo, besándose.
Y el Haroldo avanzando, se escora a barlovento, hacia la borda de estribor. La que da a una barranca pelada, que las mareas desmoronan. Comiendo desde abajo.
La barranca norte, la que da a Patagones.
Salado el soplido lo empuja.
En la trasparencia del Curruleuvú.
Que con la subiente inunda rápido los sauces de la ribera, desnudando de tierra las raíces. Dejándolas peladas, al aire.
El Patrón en su refugio de la timonera se afirma en el moler del mando, y no pierde de vista a Perromalo, que va apoyado en la proa.
Cual mascarón.
Con la plomada atada a un cabo en la mano, siguiendo el rumbo del canal. Buscando lo profundo entre la restinga que junta la corriente.
Como hipnotizado.
El joven con la boina calzada hasta las orejas permanece allí de pie. Sin moverse.
Al rato largo le parece que viajara suspendido sobre el agua.
Como un ave.
Sin tocarla.
Levanta la cabeza, y pasea la mirada en redondo. Solo lo distrae el movimiento de los pájaros que vuelan en la costa. Mientras enrosca en un brazo la amarra, prolijamente, al extraerla de las profundidades.
Respira el olor del río. Y apoya el codo libre sobre los ojos, para cubrir el sol que en la tarde le pega a las aguas hiriendo a quien las mire.
El Haroldo, la pequeña cazonera de un palo avanza en el río Negro. Ahora en singlar seguro.
Siguiendo el canal.
Acomete hacia el oeste por la boa de agua, indeciso. Por el reptar del cause majestuoso que lo resiste, amurallado de sauzales.
La cubierta es un caos de bolsas vacías, de madres con brazoladas de alambre y anzuelos pelados, de carnada podrida, cabos, y cajones con la cosecha mezclada de cazones, y corvinas negras.
Un tiburón de buen tamaño cuelga sangrando en la popa, sobre un charco, con el bichero clavado, tieso, en un ojo.
En la banda sur, una veintena de flamencos chapotea despreocupada entre cangrejales. El grupo de aves brilla como brasas quemándose, bajo el sol.
Agachados, sin moverse casi.
Picotean entre el barro. Y miran. Alertas.
Sumergen el largo pico, y la cabeza.
Y miran nuevamente.
Buscando.
El paso del Haroldo que se acerca, los alarma, levantan los cuellos, se inflama el plumaje, y emprenden vuelo tras una corta carrera.
Se elevan todos juntos, en rápido torbellino de alas.
En el aire giran.
Cambian el rumbo.
Ahora van hacia la otra costa.
Y pasan majestuosos, planeando, con las alas abiertas sobre la barcaza, cubriendo de colores rosados el cielo más azul del verano.
El muchacho busca con los ojos entre el ramaje que toca el espejo de la corriente en movimiento. Se escuchan voces de niños o mujeres excitadas por el goce del agua.
Hay chapoteos, y el agua que estalla.
El agua salpica.
Al moverse la embarcación las descubre en un claro. Son cuerpos desnudos que saludan gritando.
Otros observan escondidos en las sombras. Habitan cuevas que han cavado en la barranca.
El Patrón saca la cabeza por el ventanuco esforzándose en descubrir las siluetas disimuladas entre la vegetación y las lomadas, pero el reflejo del río lo deja ciego, y vuelve la cabeza, y se acomoda la gorra.
Y sabe que está cerca el puerto.
Tras los recodos el viento fue amainando, por el reparo de las bardas, y la arboleda.
Y de a ratos las velas sin la brisa cuelgan dormidas, y el Haroldo deriva sereno.
Frenado.
El río ya en la pleamar, parece un lago alargado. Un espejo reflejando el cielo, del verde al verde de los sauces que agitan sus labios con hojas, saludando.
De aguas dormidas.
Perromalo sigue en la proa con la vista fija, imaginando el destino. Fantaseando. Se saca la gorra, y le pasa la mano al pelo húmedo.
Se rasca.
Le arde el sol en la cara. Le arde el sol y el viento de la travesía en la piel de la cara.
Y le duelen los ojos de mirar sobre el brillo.
En el rolar del barquito el río se hace cada vez más ancho, y en un descuido, al cambiar el rumbo.
Al voltear la botavara.
Frente a la proa, aparece lentamente saliendo de la maraña de sauces un muelle de madera. Una punta que avanza. Como una daga que corta afilada la superficie, aplanándola.
Renegrido, el atracadero, rebasa entre las aguas quietas.
Y tras la arboleda tupida de la costa norte, impenetrable a los ojos. En la barranca empinada, se derrama un caserío, coronado en la parte más alta por las paredes y la torre de piedra del fuerte.
Ranchos blanqueados con cal resaltan entre calles en bajada, y yuyales.
Es el Fuerte del Carmen.
Imponente cuando se lo ve de lejos.
En el avance del Haroldo se comienza a dibujar la figura de un vapor de gran porte fondeado entre las sombras del poniente.
Junto al caserío.
Cercano al muelle.
A Perromalo no le dan los ojos, tratando de ver en la distancia. De descubrir movimientos.
Se seca los pies descalzos con las manos, se saca la mugre de la cubierta pegada entre los dedos.
Con las uñas.
Se calza las botas sin dejar de mirar el poblado que se agranda.
Distingue un bote a remo saliendo de la orilla sur. El agua que rompe la quilla en su derrota es transparente.
Lo mira al Patrón que sigue en el mando, en silencio.
Gira la cabeza, apoya el pie contra la borda, y tira la cuerda que fija la botavara.
El cabo chilla en el tirón.
Lleva un cuchillo pequeño escondido en la caña de la bota.
Atracado el Haroldo en una sola maniobra, arriada las velas y atadas las amarras. Los dos hombres descargan la cosecha de cazones, hasta un carro que tira una mula.
Del carro se desprende el intenso olor del pescado cuando se pudre.
Los hocicos largos, puntiagudos y las bocas abiertas. Los dientes pequeños y filosos de los escualos le lastiman los dedos. Al acarrearlos, arrastra el cuero áspero de los peces, por la madera del muelle.
El Patrón sin hablarle acomoda las líneas y los cabos mezclados en la cubierta. Baldean con agua del río la mugre de la pesca. La sangre reseca, los restos del mar.
Pasa a buscar bacalao, por el saladero...! - Dice el Patrón.
El muchacho se va diciendo que sí con la cabeza. No tiene donde ir, pero encara la calle en subida que llega a la plaza de la iglesia y el fuerte, con paso decidido.
Como si tuviera un destino cierto.
Vaga entre el rancherío.
Luego, donde termina el poblado, ya en las quintas, se llena los bolsillos de manzanas. Y busca en silencio un lugar solitario, sin perros que ladren.
Sin gente.
Y se tira a dormir bajo unos sauces solitarios. En los restos aun en pie, de un rancho de adobes, derrumbado.
Una tapera, que ahora es refugio de gatos famélicos. El lugar emana el olor a orina, de esos animales sin dueño. Que desconfiados huyen.
La vida está jugosa en las manzanas. Perromalo cierra los párpados buscando descanso.
Y lo encuentra en el sueño.
Así, como alguien que aparece corriendo entre las jarillas. Abriéndose paso con las manos, en un chasqueo de dedos.
El viento norte se enciende.
Cargado del calor de cruzar el desierto. Como un fuego invisible. De volar sobre el antiguo País del Diablo y el Entre Ríos del Sur. Sobre rastrilladas pampas.
Aparece quemando el aire.
Ahoga a quien lo enfrenta, y obliga a no mirarlo de frente.
Insoportable, acarrea torbellinos de arena, en su camino de enredarse y bailar entre chañares.
Carga polvo y arena.
Que lastiman la piel. Que pica.
El final del día entonces, se parece a un mar embravecido.
Quemándose. Insoportable.
El muchacho decide caminar por la costa, río arriba.
Evitando el viento.
Sube a una lomada donde en la cima el ventarrón lo ataca con tanta violencia que tiene que agacharse. Desde ese lugar puede ver donde el Curruleuvú se divide en dos brazos. Flotando hacia el mar. Dejando una isla poblada también de sauces en el medio.
Desde la parte más alta de la loma.
En cuclillas desafía la fuerza del viento, y mira en la distancia el horizonte inhóspito del Sur.
Interminable.
Es una línea oscura que tiembla.
Que se le escapa de los ojos.
Y mira la arena que entregada al viento viaja hacia el Sur, hacia la nada. Invitándolo.
Y en remolinos, convertida en espíritus que danzan, que juegan a irse, que lo llaman a volar, avanza.
Se desplaza veloz, sobre el desierto.
Territorio solo del indio.
Mirando en la distancia, se pregunta por que había vivido hasta ese momento, en que él solo, desafiaba la ventolera y soñaba con volar sobre la nada.
Como el viento Norte.
Siempre algo se espera, por eso se vive.
Siempre se espera más.
Mira hacia el territorio indio, y siente que la soledad lo protege.
Y lo protege el silencio.
El silencio, y la soledad lo emancipan. Lo liberan.
Y ahí está, solo y desnudo.
Y no necesita de nadie.
Mirando el inmenso país ondulante, que pardo se recuesta de este lado del confín del horizonte.
Hasta donde dan los ojos.
Como un dardo lanzado de la nada, un súbito punto cruza distancias azules.
En el grandioso mar de arriba.
Una sombrita que vuela. Aletea y sube.
Y el viento lo ayuda.
Un halcón lanzado en caza, remonta hasta tan alto en la tarde que cuesta verlo.
Que se pierde en la distancia vertical.
Desaparece.
El muchacho abre los brazos imitando las alas del carroñero cuando planea, y cierra los ojos. Y luego baja hasta la costa, dando grandes saltos.
Arrancado nubes de tierra, en las frenadas de sus botas.
Arrastrando con las manos, y clavando los tacos, que impiden que caiga.
Que ruede en el declive.
Se para por fin delante del derrumbe, junto a una barranca que le crece pasto tierno.
El agua del río se va encrespando. Se pica. Se oscurece.
Al peinarla la brisa.
Un telón de álamos plateados se ilumina y se apaga, por los golpes del viento.
Se ilumina y se apaga.
En la otra ribera.
Enfrente.
En la distancia.
Una tropilla ruidosa de matungos flacos, se acerca al río buscando beber. Se abren paso topando entre el ramaje que los hacia invisibles, y se descubren retumbando los cascos.
Las patas en el aire.
En la atropellada ingresan a la corriente rompiendo el espejo que corre, forman espuma, salpican, chapoteando sedientos, resoplando, hasta que les llega a la panza. Y se frenan. Y beben.
Los acompaña un joven aborigen, bien montado. En pelo.
Con un arreador en la mano.
Que no usa.
El indio y su tropilla despedazan la nada. Como un aparecido.
Perromalo los observa en silencio.
En ese silencio, que es su soledad, se inclina sobre la transparencia que corre.
Y bebe, bebe hasta saciarse.
Y se moja el rostro sumergiendo un instante la cabeza, la cabeza y las manos, aliviándose del largo día.
De pronto algo cambia en las aguas, la calma se vuelve opaca y densa. El río descansa en todo el ancho del atardecer.
Y el viento se vuelve de su único color.
El invisible.
Camina ahora hacia el poblado, río abajo esquivando los arbustos enmarañados que le crecen en la costa.
Escucha en el andar solo su aliento, jadeando. Y las ramas que lo raspan.
Se pierde entre la vegetación que crece entre el barro.
Lo cubre el verde, completamente.
Hasta que aparece en un claro ante dos mujeres que desnudas se bañan, escondidas en aguas poco profundas.
Furtivas.
Al verlo, chillan como bandurrias asustadas. Chillan molestas, y juntan piedras del lecho.
Belicosas.
Alborotadas.
El muchacho sin pensarlo huye corriendo entre los yuyales, de los alaridos, y los piedrazos.
Al rato solo escucha los insultos gritados.
Y sin quererlo camina sobre una huella de animales que lo lleva al caserío.
Nuevamente lo rodea el silencio. Y el jadeo.
Ahora agitado.
No le falta mucho al día para morir. El atardecer lo fue calmando, apagando el viento.
Y la noche desde el oeste, viene untando de sombras lo que toca.
Apagando lo que brilla.
Y el hambre grita. El hambre le grita en las tripas como una espina clavada.
Decide pasar por el saladero a buscar su paga de cazón salado. Su paga prometida. No encuentra a nadie que responda sus golpes contra los portones. Da unas vueltas al galpón.
Espía entre las rendijas.
Del interior sale el olor intenso del pescado. Salándose. No espera más.
Se marcha ya entre sombras.
Sin rumbo.
Con el hambre intacto.
De un rancho vecino al saladero, sale una joven. Casi de su edad. Lo mira al pasar, fijamente. Altanera.
Se chocan los ojos rapaces.
Salvajes.
Ariscos. Buscones.
Hay dos niños con ella, a uno lo tiene en brazos.
Al otro, al que le tira de las ropas, le brilla la cara embadurnada de mocos.
Detrás.
El tizne del humo saliendo, se marca en la puerta de la guarida. Como dientes.
Perromalo volvió a mirar ya alejándose, hacia los ojos arrogantes, pero la puerta se había tragado enteras a las tres figuras.
Entre los resplandores de una fogata.
Secreta.
El muchacho avistando la noche en el fulgor del agua que corre, en la zona de la costa más poblada, se detiene frente al muelle.
Al único muelle.
Apoya la espalda junto a la ventana abierta, y gasta saliva en masticar con ruido el trozo de galleta que le queda en el bolsillo.
De a pedazos.
La noche en el río es el reflejo de luces de faroles en el agua.
Traga con esfuerzo. La última galleta seca.
Apoya la espalda, la nuca engorrada, y la suela de su bota en la pared de ladrillos del hotel.
Y come.
Junto a la ventana del salón comedor del hotel. Envidiando el olor que viene de adentro.
El hotel de Aguirre, que enfrenta al río a unos pocos pasos.
Entreverada entre los palos del muelle, la marea se mueve en un ir y venir inquieto.
Indeciso.
Juntando ramas caídas, pajuelas y palitos secos.
Dejando cuando se va, una traza de resaca en la orilla. La marca de que hasta allí llegó.
Perromalo mastica la galleta haciéndola durar en la boca. Y la traga con paciencia, y todo el tiempo del mundo.
Dos perros entran en la negrura del agua jugando a morderse, a pelear, sin hacerse daño.
Se escucha el chapoteo y los ladridos.
Como un eco.
Luchan entre el barro y vuelven a la orilla persiguiéndose, y se pierden entre las sombras de la arboleda.
Se alejan.
Los ladridos van desapareciendo en la oscuridad.
Perromalo mastica hasta no quedarle nada del pan seco en la boca. Aunque lo busque con la lengua.
Lo distraen voces que en aumento se fueron transformando casi en gritos. Salen del interior del comedor.
El tono es de enojo. Se altera el murmullo habitual, cotidiano, del salón en el horario de la cena.
Pobladas casi todas las mesas. Mas iluminadas por faroles que cuelgan sobre ellas, que el resto del ambiente.
Las cabezas giran, los ojos miran descarados. Sorprendidos.
A los dos hombre que discuten los separa apenas unos centímetros del aire del bar, y la copa en las manos.
El aire cargado del bar junto a las mesas.
Parroquianos que se hospedan en el hotel dejan por un momento de comer.
Quienes se acaloran hablando son extranjeros. De aspecto y de palabra. Se insultan en español que mezclan con sus lenguas.
En el billar algo alejado, se alarga la ceremonia de untar con tiza la punta de suela del taco, mirando de reojo.
Tratando de escuchar.
Un morocho con una cicatriz que le deforma siniestramente la cara, corre una cuenta del marcador con la punta del dedo.
Agregando una carambola, sin dejar de observar.
Junto al hombre mas bajo, el de piel aceitunada y poblado bigote. De apariencia árabe.
Hay una mujer joven.
Visten con una elegancia que contrasta con el lugar. Esperan el vapor que los devuelva a Buenos Aires.
La dama ríe burlona, y se apoya en el brazo del hombre que insulta. Provocador.
Su risa rebota en el ambiente, ahora casi en silencio. Su risa teatral, irónica, suena junto a la cara del hombre de barba rubia, que escucha en silencio.
Con la copa en la mano, a medio tomar.
El inglés en suave gesto, estudiado, apoya la copa en la barra. Aun con restos de vino. Dejando libres sus manos. La piel de la cara y el cuello, entre la barba, se le torna colorada.
De indignación.
La cara del inglés imita el color del colodrillo de los pavos. Larga aire por la nariz ruidosamente, casi resopla.
- Nadie me trata de esa manera ...! – Se escucha, entre comensales que se contienen de respirar.
La mujer en el espacio de silencio que dejo entre los presentes la amenaza, volvió a reír, sonoramente. Un alarido histérico.
El viajero ingles no toleró la burla.
Resopló ahora, con fuerza.
Un tono de furia se le colgó en los ojos.
Y.
El cachetazo, a mano abierta, en la cara de la dama sonó como una rama seca que se quiebra. Atravesó el salón, entre las mesas. Azotó el silencio obtenido de palabra, y rebotó junto a la mesa de billar, y salió por las ventanas del hotel.
Y cruzó la calle embarrada, pisoteada por los carros, esquivó los troncos gruesos de los sauces junto al río, y rebotando sobre el agua llegó hasta la otra costa, que dormía.
El árabe pálido, sin hacer un movimiento se sostuvo de la barra. Descompuesto.
Perromalo, a través de la ventana abierta de par en par por el calor de la noche, observó como dos comensales solícitos, muy caballeros. Sacaban a la dama en cuestión del interior del mantel que colgaba hasta el suelo en una de las mesas.
La sentaban con deferencia exagerada, entre sus lagrimas, y alaridos de dolor.
Desalineada la dama, revuelto el peinado. Se cubría, buscando alivio, con ambas palmas de sus manos, el perfil impactado.
El inglés desafiando, salió del salón sin mirar hacia el gentío que se había amontonado entorno de la pareja bien vestida.
Por la puerta principal también abierta, buscó la calle. En la calle pasó junto al muchacho apoyado en la pared, sin verlo.
El árabe lo sigue con los ojos, encendidos, brillando más que el reflejo de los faroles en las botellas acomodadas una junto a otra del bar.
Excesivamente abiertos.
Los bigotes en su mueca, ahora parecen proclamar una falsa ferocidad. Una mentira. Al rostro lo vulnera un gesto de odio.
Pero sigue mudo.
El muchacho mirando el río entre la noche y al inglés que se pierde en las sombras, se agacha y luego se sienta en la vereda de ladrillos.
Sabe que a él no le es posible volver.
El solo va.
El no sabe de donde viene. Es como un cachorro perdido, sarnoso y muerto de hambre que todos apedrean. Y cuando se le acerca una mano amiga solo atina a morderla.
Ahora en la oscuridad, en el sereno, le caen encima las estrellas. Se duerme acurrucado en el reparo de la vereda.
Y le bajan sobre los párpados chaparrones de astros remotos, y de sombras.
Y la jornada avanza en sueños.
Y en cortos ladridos de perros lejanos.
Aquella noche, Perromalo soñó con el halcón. Y con su vuelo imposible.
Majestuoso señor de los aires, clavado en el cielo.
Colgado en la nada.
Y en el sueño, desde lo alto, sostenido en la brisa, vio desde los ojos del ave una senda que se apartaba del río.
Buscando el desierto.
El sol lo arponeó con las primeras luces, y sobre el agua entre los vapores del río, que junta la mañana, pudo ver las pupilas cuadradas de las ventanas del poblado de La Merced, que aparecían lentamente en la costa opuesta.
Decidió cruzar.
El cielo al rato, estaba brillante y despejado, aunque en el horizonte hacia el sur se amontonaban las nubes.
El botero, hombrecito charlatán y exótico, le permitió subir a la embarcación a remos que lo dejó entre juncales y barro.
Del otro lado del río.
Caminó sin rumbo entre el caserío.
Las viviendas de adobe tenían la marca de las crecientes acuñada en las paredes. Trazas marrones una sobre la otra, que se empalman con el mismo color de las calles.
De entre los árboles sale un carro que se entierra en los huellones, dejados por el ir y venir de los quinteros, en la greda. El carro se entierra, y se hamaca, hacia un lado y hacia el otro, llevando canastos que se sostienen y explotan, rojos, de tomates.
Quien lo guía pita un cigarrito armado, que aprieta en los labios, y putea al pingo que también se empantana. Y grita.
Desde el pescante.
Al rato.
De pasar el carro, pasó un cura. Pasó una bandada de torcazas, rápidas como flechas. Que después, paran todas juntas en un sauce, desapareciendo.
Luego, pasó una semana.
Pasó el hambre, y volvió.
Perromalo descubrió la iglesia, y que en la iglesia, en los fondos, los curas daban de comer a otros como él.
Tan miserables. Y ahí se refugió en las noches, y se llenó la panza.
Y lo atrapó una tarde la imagen en yeso de un hombre casi desnudo, clavado a unos palos cruzados. Sangrando, en las manos y los pies. Y en la frente, donde lo herían las espinas de una corona.
Lo atrapó la imagen, apenas iluminada por velas encendidas. En las penumbras.
Y le quedó grabada, en sus ojos de halcón.
Y volvió cada noche, a la construcción inconclusa de la iglesia. Enorme, con dos torres. Frente a la plaza, con el atrio lleno de perros echados.
Que erran hambrientos, que vagan cual el recién cruzado.
Perros, y arena que trae el viento, y la deja amontonada en los reparos.
Junto a la iglesia, continua el tapial de un edificio, que ocupa los otros dos lados del paseo.
Y el muchacho sigue, por las calles esquivando los barriales.
Unos caballos atados frente a un rancho alargado, de ventanas enrejadas, mostraban una de las varias pulperias desperdigadas entre las quintas.
En los fondos, entre basurales, corrales y pisaderos de adobe, había acampado un grupo de indígenas.
Perromalo se les acercó, con cautela y con maña.
Como pidiendo plaza.
Al toldo principal.
La perrada se le vino al humo apenas detectaron su llegada. Olfateándolo con insistencia, pechándolo en espantadas y aullando, con ladridos agudos.
Como de hambre. Hasta acostumbrarse a su presencia, y a su olor. Luego rápidamente se aburrieron, y lo dejaron.
Se sentó en el suelo, a distancia prudente, como un cuzco acobardado. Y no dijo nada, esperó callado.
Nadie del grupo de indios le puso mucha atención.
Lo miraron de reojo.
Aguardó en silencio a unos pasos, cauto, observando la actividad de levantar un campamento, y juntar pertenencias.
Miró alistar la tropilla, que lo esquivó al moverse. Miró Juntar los animales desde un corral de ramas. Miró desarmar los toldos, emprolijar lazos, y arrollar las pilchas.
Supo por la forma de envolverlo entre cueros curtidos, y de velar, que transportarían un cadáver. Seguramente de un niño, por el tamaño. Lo ataron con cuidado, como en una ceremonia, al lomo de un caballo blanco.
Blanco el pingo, como nieve. Quienes lo ataron, acarician con cariño y tristeza los cueros.
No eran más de diez, entre ellos tres mujeres.
Una de ellas se mantuvo sentada, sin moverse, junto a un braserío que se esfumaba, y que en la noche anterior seguro fue fogata.
Era una anciana. El pelo blanco. Estaba cubierta por una antigua matra pampa, ya sin colores, y rotosa.
Ella lo miró. Lo contempló sin gestos.
Ella lo miró, y luego lo llamó como se llama a un cachorro, golpeando con la palma de la mano varias veces en su rodilla.
El muchacho se le acercó casi con cautela, y se sentó.
A unos pasos de la vieja, que lo miró un rato detenidamente. A los ojos.
A sus ojos penetrantes.
Luego se volvió hacia un toldo, y gritó algo indescifrable a quien parecía comandaba el grupo. Y regresó a su silencio de mirar los restos del fuego, consumiéndose.
Perromalo esperó. No sabía qué. Pero esperó.
Los indios adivinaron su rostro de hambre, y mirándose entre ellos, casi sin palabras dejaron que se les uniera. Usaban una lengua que el no entendía. Hablando muy rápido, y sonando cada palabra como una orden terminante.
Estaban por partir.
Le otorgaron cabalgadura, entre el polvo en movimiento de la salida. Un zaino bellaco y bien comido, enfrenado con un tiento trenzado.
En pelo.
Una joven, le acerca un trozo de charqui. Es potro. Semeja un cuero seco.
Y una sonrisa.
El muchacho limpia la quereza con las uñas, y masca el charqui, cuando salen del poblado hacia el desierto.
Masca y traga de poco, lo hace durar en la boca.
Entre el polvo, arriaban diez caballos y dos vacas cimarronas de cuernos largos. Algunos cargados por los vicios.
El blanco, su carga fúnebre. Va de tiro.
Perromalo se toca el cuchillo que se abulta en la caña de la bota, y mira hacia el correr del agua. Que ya no se ve.
La brisa aún casi río lo alcanza dando tumbos sobre su piel expuesta.
Oculto por lo ondulado del terreno.
Ve solo la parte más alta de los sauces de la costa. Como una línea echada que desaparece a cada vuelta de cabeza.
Luego mira largamente hacia donde ya no hay verde. Donde los ojos se pierden en la inmensidad de la distancia, y es todo igual, o más gris, o blanquean como espejos los salitrales, brillando al sol.
Hacia el sur.
Donde el monte cada vez más tupido se va arrugando en ondonadas, que caen a pique sin avisar. Y suben. Donde las bestias de golpe bajan el cogote, se encabritan, se frenan, y hay que agarrarse con fuerza de las crines para no ir a parar entre alpatacos asesinos.
Y sufrir sus espinas como puñales. Que laceran poco a poco las pobres pilchas del venido del mar, con arañazos que buscan la carne.
Desnudándolo.
Y los días pasaron. Y las lluvias, no las de agua, las lluvias de arena, borraron sus pasos.
Y después también vino el agua, y sobre las huellas cubiertas por el polvo creció nuevamente el pasto duro. Y la planicie continuaba ondulándose, y reapareciendo tras cada lomada.
Y los días fueron pasando, y cayendo sobre su cabeza. Clavándose en el pellejo. Junto con el frío, y la brisa ahora soplando desde el sur.
Helada.
Que se siente en la piel, y también se huele. Y duele respirarlo, el frío duele respirarlo de frente.
Duele en la nariz, y en la boca.
Y él estaba ya halcón sobre el desierto. Abriendo y cerrando las alas.
Cerrando las alas y mirando toda la extensión del horizonte de ese mar sin costas.
Del mar de arena y basalto.
Con sus ojos laterales.
De rapiña.
El cielo hacia el sur se cargó de nubes negras y rápidas, deformadas por el viento, y se acercó a la planicie como una mano oscura.
Gigante. Que golpea incrustando, aplastando las ultimas luces contra los matorrales.
Persiguiendo los reflejos del día.
Hasta matarlos.
Cerrando los senderos.
Dejando los ojos ciegos. Inservibles.
Amarillos.
Fue hundiendo entre la arena de la noche a la tropa penitente, que marchaba a duras penas, como sombras.
El desierto ahora, cambiando de lugar, se levantó en remolinos.
Los indios detuvieron la marcha.
Hábilmente echaron a las bestias contra el suelo a empujones, con fuerza.
Entre gritos.
Los mantenían así abrazándolos y mordiéndoles ferozmente una oreja, y los pingos se fueron aquietando con el toque mañoso de las manos, con caricias, y al cubrir con un poncho los ojos.
Al resto los manearon.
El tropel resoplaba levantando la cabeza, y pateando al aire. Hasta que poco a poco se calmaron.
Quedaron inmóviles.
Como dormidos.
Después se refugiaron de la tormenta y el frío, ocultándose contra la panza de los caballos.
Ganando su calor.
Y cubriéndose con lo que podían.
Hasta con los perros.
La vieja quedó sola entre el polvo y la oscuridad, que reventaba en ráfagas.
Acurrucada en su matra pampa, bajo un quillango de chulengos. Calla en el aire helado que la envuelve.
Calla la intemperie.
Luego, mira buscando con los ojos perdidos, y ya no calla.
La cuchillada oscura de la boca, se abre mugrienta, profunda, y escupe un grito alargado.
Monótono.
Y alza la cabeza entre la maraña blanca de sus pelos, que se mueven como una llamarada fría, y eleva también sus brazos, que escapan del cuero que la cubren.
Y desnudos se elevan, entre el aire denso de la arena que vuela, buscando tocar la noche, sobre ella.
Perromalo parado, solo, entre la noche que le golpeaba en la cara ahogándolo, al reparo del matungo, le temía al desierto.
Podía sentir que una vez fue barca, que voló sobre aguas verdes, transparentes, y que ella misma, la barca de su cuerpo, lo trasladó a este olvido.
Temía.
Al desierto, y al futuro que trataba de ver con sus ojos de halcón entre la ventisca.
Temía por saber que allí, en el tiempo por venir, en el futuro.
Entre otras cosas.
Está la muerte.
El viento y la tierra, es la máscara que usa el desierto para ocultar a sus habitantes.
Tehuelches.
Y decir que no existen.
Entre la tierra salen. Encarnados en lagartos, con la mirada indiferente del zorro.
Y el andar incansable, y furtivo del puma.
Entre la tierra vuelven.
Casi desnudos, cubiertos por cueros de animales. Caminan flotando. Callan, o hablan callando.
Usando un murmullo.
Ellos han sabido refugiarse ahí, en el sigilo, y de allí salen mimetizados con el monte.
Salen, y vuelven.
Son hijos del día.
Están hechos de arena.
Ahora Perromalo, el viajero acarreado por el agua. Bajo el cielo de la noche, en la tormenta, ya es parte del desierto.
Aquella noche hubo desvelo de perros entre las penumbras, ruido de animales que se alejan aturdiendo el suelo con galopes. Tropezando.
Espantados.
Relinchos, y voces apagadas, que el viento lleva y trae.
Indescifrables.
No hubo luna, y un color plomizo pintó el desierto cuando en el cielo empezó a clarear.
Y en las luces del día se fue perdiendo la tormenta, hasta no ser más que un mal sueño.
Que duró lo que duran las tinieblas.
Perromalo estaba echado sobre un cuero, simulando dormir. No podía entregarse plenamente al cansancio.
Algo lo alejaba hacia la vigilia, pero el cuerpo descansó de la montura. Y el silencio fue útil para mantenerse alerta, aún con los ojos cerrados.
No podía estirar las piernas. Sentía aún, el caballo moverse entre ellas, como si cabalgara.
Como un tajo.
Sintió una racha helada en la mano. El arañazo de una hoja de faca, y algo entrar bajo el cuero que lo embolsaba. Veloz.
Lagartija.
Pensó, sin abrir los ojos. Y la sintió avanzar.
Le caminó en la piel del brazo, y el pequeño látigo gélido se quedó en el calor del sobaco.
No se movió, hasta que dejo de sentirlo.
Luego el sueño le apareció secretamente. Inevitable. Invadiéndolo.
Y el sol calentando entibió su cobijo.
Y el día remó, avanzando.
Hasta que lo despertó la vieja, con su sola presencia, y dio un respingo cuando encontró su rostro observándolo tan cerca del suyo.
Clavándole los ojos ensombrecidos, que en el centro los cubría una mancha blanca.
Como leche derramada en el agua.
Los indios se habían marchado entre las sombras y el amanecer. Llevando los animales.
Estaba solo con la anciana, y el cuerpo pequeño sin vida, envuelto en trapos y cueros.
Ahora cubierto por piedras y arena, y terrones de sal, al reparo de una barda.
Entre los molles lo había enterrado la machi.
Y junto a la tumba, en las matas había atado trozos de hilos de colores, y greñas blancas de lana de guanaco.
Pelo de chivos.
Y crenchas humanas.
Estaban sin caballos. Solos en la planicie.
Un galgo lo miraba indiferente, con la lengua afuera.
De flaco casi transparente.
Jadeando. Legañoso.
Y ahí el muchacho también se dio cuenta que la mujer casi no veía, al verla tropezar con los restos de un fuego.
Con la torpeza de los ciegos.
Los calambres de dormir acurrucado se le fueron ablandando al pararse, y en la garganta la sed apareció como un gusto ardiente.
Que lo fue abrasando, cuando tragó la saliva que la noche le juntó en la boca.
Chenque..., menuco...!
Gritó la vieja, sentada en el suelo. Tenía el abdomen horriblemente hinchado.
Como un sapo al sol.
Apenas se movía. Su cuerpo vulnerado por la suma de miserias se secaba sin vueltas. Como un fruto arrancado de una rama, y luego olvidado sobre la arena caliente.
Su piel era un cuero pálido, ya del color del salitre.
Un cuero seco.
Olvidado.
Caminó.
La sed lo hizo ponerse en marcha. Siguió el viraje de enfrentar el viento, al sentirlo fresco en la cara.
Caminó hasta dar con un zanjón que acumulaba barro secándose, y restos de agua. Pisoteado por las bestias. Era un barrial con charquitos de agua espesa.
Bebío lo más que pudo. Escupiendo la tierra que le queda entre los dientes.
Gualichoooo...!
Le escuchó gritar a la vieja nuevamente. Un alarido desgarrador. Pero al mirar hacia atrás ya la había perdido entre el monte cerrado.
Se la comieron los matorrales.
Ya no era nada.
Solo un grito que se apagaba.
Lejano.
Que se confundía con el silencio. Hasta no saber si el quejido aún persistía, o eran los piquillines moviéndose. Arañándose entre ellos.
Vivos.
Miró en sol justo sobre su cabeza. Entre nubes grises. Y siguió un sendero sin huellas frescas.
Otra vez buscando en río.
El perro lo siguió un trecho de lejos, acercando el hocico puntiagudo a la arena.
Luego se volvió.
Como sin rumbo.

(2004)

viernes, junio 10, 2005

Somuncura




“ Hay que soñar la vida,
para que sea cierta ”
(Armando Tejada Gomez)





Abrió los ojos muy poquito, apenas una línea finisima entre sus párpados. Miró desde abajo del quillango la oscuridad en el interior de la ruca.
En un respingo el perro cambio de posición la cabeza sin despertarse, dormía acurrucado junto a su espalda no dejándolo mover casi.
Era un bulto calentito apretado contra el.
No habia sonidos, solo el respirar del faldero. El otro, el más grande, parcamente distinguía su pelo negro entre las penumbras, echado junto a la puerta. Sin moverse.
En el aire del refugio se mezclaba el frío de las hendijas con el olor a humo y a grasa, que impregna las pilchas y los rincones.
La fogata se había apagado hacia horas, en la soledad de la noche, cuando las estrellas estaban aun en lo alto del cielo. Algunas brasas dormían encendidas, bajo la capa de cenizas blancas.
Como un montón de nieve seca.
Dejando de lado la cobardía de las mantas tibias, encaró la mañana, que lo recibía recién nacida. Apenas corrió la puerta, lo abrazó el viento del invierno en Somuncura.
Volaba afilado de pasar las bardas, de hundirse en las grietas, de meterse en el corazón de la piedra para clavarse asesino en la tierra, como puñaladas.
El salitre mostraba sus dientes desparejos. Desnudo el coironal, se peinaba hacia el lado que llevaba la ventisca.
Tenia la piel hermanada con ese latigazo helado que sopla y sopla desde el sur de la meseta. Habia nacido muy cerca de allí, a unas pocas leguas nomas, en un puesto mas abajo del Chipauquil. En un puesto parecido a este pero en un cañadón arbolado. Con más verde, y con más gente en las casas.
Juntó ramas finitas y otras más gruesas de algarrobillo y molle, lo más que pudo entre los brazos y el pecho. Le dolieron en las manos las espinas y el frío que atesoró la noche, era el dolor compañero de siempre.
Entró en la ruca empujando la puerta con los codos, tiró la leña en el suelo.
Clavó las rodillas rodeando el fuego apagado, tan cerca que el montón de cenizas se movió flotando apenas en el aire, en un ligero espanto.
Con los dedos y evitando quemarse despejó la capa blanca de arriba de las brasas, que fueron asomando una a una. Renaciendo encendidas. Las cubrió con las ramitas, las más secas, y acercando la cabeza, sopló con los ojos cerrados hasta sentir el calor y el resplandor de una llamita que nacía de la nada.
El perro inmóvil seguía sobre el quillango. Levanto la cabeza cuando el fuego fue agarrando con ganas. Le brillaron los ojos.
Agregó las ramas gruesas. De a una, cautivado por la llama que crecía. Esperó el calor todavía apoyado en las rodillas. Aproximó las manos con las palmas hacia abajo, cubriendo los chispazos.
Las dejo hasta que le dolieron.
Seguramente no recordaba cuantos días llevaba de silencio. De no pronunciar palabras. Quebrado solo por los cortos gritos y silbidos que utilizaba para llamar los cuzcos. Su rostro y su sangre tenían mucho que ver con los dueños de la tierra. Y con el silencio.
También su resignación al aislamiento y a la supervivencia.
El sol que ya comenzaba a mostrarse, planteaba el día. Miró por la ventana los mallines que blanqueaban por la helada y los animales que en grupos desparramados pastaban. Inmoviles.
Ya no quedaban familias en la meseta, los puesteros eran hombres solos con sus perros y algún matungo. Cada vez hay menos ovejas y menos chivos. Cada vez hay menos gente.
Solo el viento es el mismo.

Nunca le habían roto el corazón por amor. Nunca lo habia perdido. Era solo un latido de los sueños.
Recordó cuando se miraron muy de cerca con la más chica de los Fitahuinca, a los ojos. Y solo rieron. Primero en silencio, con el gesto, después a carcajadas. Contenidas.
Ella con las manos se habia tapado la boca, avergonzada. Pero nunca se hablaron. Ni tocaron. Ni habían vuelto a reírse juntos desde ese día. Seguro tenia el corazón sano. De eso hacia algunos años, cuando andaba por los quince mas o menos. Y ella la misma edad.

Anoche habia soñado poco o no recordaba. El día llego antes de lo esperado (Todo una y otra vez comenzaba antes de abrir los ojos).
Solo creía ver una huella apenas marcada, que se perdía mas allá de los cerros y que en ella bailaba un remolino blanco y silencioso.
Y esa imagen. La figura de un jinete solitario que oscura se aleja siempre. El ruido del galope rompiendo la escarcha. Brilloso el pelaje del pingo que avanza esquivando neneos, algunos tan altos que le llegan a la panza.
Y el jinete cada vez más pequeño contra el horizonte. El recado amarillento por los años. El rebenque cruzado en la faja. Y el remolino que envuelve la sombra que se aleja, y se van juntos, hasta hacerse un puntito de viento en la profundidad de la meseta.
Un punto que desaparece, y se hace ausencia.

No hay un remedio real contra la muerte. No hay ninguno. Solo en los sueños tendrá vivo a su padre. Y su imagen (constante) alejándose a caballo.
O cerrando los ojos y conteniendo las lagrimas. Inevitables.



A mi viejo. (2001)

El llamador



El Ñato era llamador del ferrocarril.
Esto antes, cuando por el pueblo pasaba un tren de pasajeros por día, ida y vuelta de Buenos Aires a Bariloche, y varios cargas, y la trocha salía también casi todos los días.

Era llamador de los maquinistas, él iba a las colonias de los empleados a avisarles que tenían que salir a trabajar, que estaba entrando el que venía de Constitución a horario, o que salía “la angosta” para Cerro Mesa.

Y sí, los maquinistas no tenían teléfono y las calles no estaban asfaltadas como ahora, pero el Ñato tenía una bicicleta espectacular y la cuidaba más que a la hermana.
Y a cualquier hora lo podías ver pedaleando en el ripio su bicicletón, con la gorrita azul de visera negra metida hasta las orejas encarando el viento como un quijote patagonico.

Ahora se sienta en la mesita del Club y no dice nada, puede estar horas así.
Callado.
Callado, mirando por la ventana, o mirando como juegan al rumy sin que le salga una sola palabra. Aceptando algún cinzano, que toma a pequeños tragos espaciados.

- Que habrán hecho con los vagones – Dice el Ñato, hablando solo -, y con las máquinas?, mirá que había...?

- Cuando pasabas por los andenes de la estación no podías ver el otro lado del pueblo, por la cantidad de vagones que había en la playa de maniobras...

- Ahora es un desierto, ni los galpones quedaron...!


Y vuelve a sus silencios, y se toma un traguito, y los ojos le quedan como preguntando.
Alguno cuando termina de orejear los naipes, desde una mesa lo mira. Y el Ñato le hace esa señal del “no sé”, elevando los hombros y sacando un poco para afuera un carnoso labio inferior.
Y se pasa la mano por los ojos, apretándolos. Le preguntan:

- Que te pasa Ñato?

- Nada.
Dice.

Y es como si adentro le nadara algo.

A él lo habían hecho peronista en la estación. Todos los ferroviarios viejos, orgullosos de laburar en la empresa que el General le nacionalizó a los ingleses, eran peronchos.
Salvo algún radical amargado.
Por eso siempre decían: Nosotros somos todos compañeros. Y lo hicieron peronista de chico, apenas comenzó a trabajar.

A veces los pibes que jugaban al metegol le gritaban: Ñato cantáte la marcha, y el Ñato arrancaba con la marchita. No la sabía toda, pero cuando los convites de cinzanos se sumaban se llegaba a parar arriba de la silla para levantar la voz lo más que podía, para decir:

- Perón, Perón que grande sós...!

Hasta que alguno de las mesas lo miraba con cara de culo, y le decía parála un poquito, y con la palma de la mano le hacia como que bajara.
Y el Ñato bajaba, y seguía sentado mirando por la ventana.

Ahora sigue atropellando las calles con la bicicleta, ya no se parece tanto al quijote.
Le creció la panza, y le cuesta bastante pedalear en contra del viento. Y la bici tampoco es la misma, a pesar de cómo la cuida.

- A todos esos habría que meterlos en cana
– Dice -, a los que se robaron todo el ferrocarril de a pedazos...

- Alguno sabe donde están los vagones del Roca -
Pregunta -, quien se quedó con las pilas de rieles, quien agarró la guita de la fundición de todo eso?

- Decí que yo soy un ignorante
– Agrega -, y nadie me va a hacer caso, pero tendrían que estar en cana...!

Y sale del Club, se pone un broche en la bocamanga del pantalón para que no se lo muerda la cadena cuando pasa por la corona.
Y se va pedaleando despacio, ahora cada día pedalea más despacio.
Y pasa por las colonias donde el iba a llamar a los maquinistas, y le da pena el abandono. Los paredones que se caen, los alambrados que ya tiró el viento.
Y cruza el ferrocarril, y se imagina que va esquivando vagones, charcos de petróleo, escuchando el ruido de las maquinas en los talleres, las boleterías abiertas con gente amontonada en las ventanillas, los camiones atracados bajando mercadería.

Se imagina, y sonríe, y pedalea con más ganas. Y cuando pasa sobre las vías del grande, mira para el lado de Bariloche.
Por instinto.
Por las dudas que venga el tren.

(2005)

La nada es un lugar (Nadie se detiene en Jacobacci)





La imagen, el frío, y los sonidos quedan inmovilizados en las trampas de la memoria, abrochados.
Como en una fotografía.
Espero en la oscuridad. En la noche cerrada, entre el viento, y el tren que se detuvo.
Siento los olores de la gran maquinaria que frena entre chillidos, ruidos metálicos y voces. Entre los olores del combustible aparecen los gritos apagados.
Y el suelo que se agita.
Que vibra.
Y la luz de la locomotora dejando entrever el brillo escondido de las vías, cortando la tierra helada, y cortando el pueblo.
Y el murmullo del viento tratando de tapar todo.
Y la noche, profunda y gelida. Y esa imagen que tendré mientras viva del momento de estar llegando.
Sentirme en casa.

Ahora aparecen nuevamente los ladridos, algunos lejanos, otros ahí, a unos metros. Muy cerca. Entre luces de construcciones indescifrables, entre la oscuridad, entre ventanas encendidas, y sombras.
Y los fantasmas, que trazan las ramas al moverse. Que son fantasmas, no ramas en movimiento. El resto si son álamos plateados mirándome desde los patios. Entre casas construidas con durmientes de quebracho, unidos por cemento.
Techos de chapas. A dos aguas. O a dos nieves.
Y tamariscos que crecen abrazando alambrados.
Juntando papeles que trae el viento.
Y el sonido del tren detenido, de motores funcionando, de portazos metálicos, de más voces.
Sombras, acarreando valijas de cartón atadas con cuerdas. Saludos a los gritos. Niños en brazos.
Que se alejan, se esfuman.

Y el hombre con su equipaje, queda solo en el anden, inmóvil, escuchando. Sintiendo el viento en sus ropas, en el pelo, y respirando el aire helado.
Masticando quizá un poco de polvo patagónico.
A su piel la recorre la turbación de estar en el vacío.
Encima de la noche, a la bóveda del cielo no le caben más estrellas. Acribillada.

“Supe que estaba en el medio de la nada”, escribiría después.

Había iniciado su viaje en un tren suburbano. El metro cargado de empleados, que en su país de tantas razas, los acarrea puntualmente a tareas burocráticas, a manejar el mundo por teléfono, desde oficinas climatizadas.
Todos los días. Donde viajan civilizadamente sentados, compactados, con los codos pegados a los costados, y las manos sobre las piernas.
Sin mirar por las ventanillas.
Resignados.

Partiendo de Boston, luego de una tormenta de nieve. Casi en el otro extremo del continente americano, en el medio del todo.
Buscando llegar, para contar este momento.
A la nada, que es mi pueblo.

“Es un lugar desolado, lo más parecido al Sahara que tenemos”, le había dicho el célebre ciego, en Buenos Aires.

“En la Patagonia no hay nada”, había insistido, intolerante. Como evitando que el viajero continuara.

El Lagos del Sur con la misma indiferencia que tienen siempre los trenes al iniciar su marcha, continuó camino. Partió acompañando el viento de la noche, después de anunciar con un pitazo desde la locomotora su salida.
Crujiendo, metálico.
Se alejó lentamente dejando la noche en silencio. Y el suelo aún temblando por su partida.
El yanqui se quedó sobre el anden desierto, bajo su sola luz amarilla, un foquito movedizo. Guiñador.
Observando.

“Nadie se detiene en Jacobacci...”, le habían dicho.

Las sombras cambiaban de formas, como niños en silencio, jugando detrás de los árboles.
Míro al yanqui, desde el secreto lugar que el ala del sombrero esconde mis ojos penetrantes.
De medio apache.
Soy una sombra, yo soy el verdadero viento de la noche. El indio blanco que vaga penitente en los desiertos.
Enciendo un cigarro en el misterio de mis manos unidas. Ahuecando las palmas. Esquivando la ventisca.
Sin dejar de mirar al viajero solitario.
Brillan opacas. Como los ojos abiertos de un muerto las cachas de nácar de las pistolas.
Las Colt Walker calibre 44 fabricadas para el ejercito americano en 1860, que son parte de mi cuerpo, en sus fundas pringosas.
Aparecen y mueren. Brillando.
En el movimiento de los brazos.
La cabellera amarilleando me vuela sobre las solapas de cuero, no se ve entre las sombras. Solo la forma encendida de los ojos, deciden que en esas sombras hay alguien acechando.
Soy Jackaroe.
Camino como el viento de la noche, como un espíritu que mueve las sombras.

El viajero sonreía.
Tenía ante los ojos su primer contacto con el Old Patagonian Express. Un vagón de carga de La Trochita, dormía contra los paragolpes que protegen el fin de los rieles.
Su obsesión tan lejana.
La formación del convoy que lo trasladaría a Esquel, aun no estaba puesta en vía.
Ahora sonreía fascinado.
Midiendo el tamaño del catango que tenía al alcance de la mano, entre penumbras. Parecía de juguete.
Luego miró por encima de las construcciones del poblado. Hacia los cerros que apenas se les dibujaba el contorno entre el cielo negrisimo.
Y vio luces. Puntos titilantes en las laderas.
Lejanas. Aparecían y se esfumaban como un sueño.

“Lo extraño era que existiera gente, que hubiera elegido vivir precisamente ahí”. Pensó.

Ladraron perros lejanos.
El frío le pesaba en los hombros, así que buscó refugio en la estación. Abrió una puerta debajo de un cartel que decía boletería.
La única iluminada.
Lo envolvió el calor de una salamandra casi al rojo, alimentada con carbón de piedra. No había nadie, solo voces que salían de una ventanilla.

“La nada es un lugar”, pensó ahora.

Se acercó a la ventanilla, a través de la reja dorada, brillante, que la cubría las voces fueron en aumento.
Jocosas.
Acercó la nariz y los anteojos hasta tocar el emparrillado de metal, un tufo a tabaco y calor lo impregno, cuando miró hacia adentro.
Un reloj de pared mostraba las dos y cuarto.
Enfrentados en un escritorio dialogaban divertidos dos empleados.
Y tomaban mates.
No lo vieron hasta que golpeo indeciso la madera gastada bajo la abertura, por donde salían los pasajes, e ingresaba el dinero.

- A que hora parte el tren para Esquel...?

- A horario...!, señor...


Respondieron desde el interior. Sin moverse de sus asientos.
Con la bombilla en la boca y solo desviando los ojos hacia la ventanilla.

- Puede esperar junto a la estufa...!


Sola, mi alta figura se descubre en el anden.
Mezclándome con el viento, soy solo las sombras y el rumor que viaja azotando estas tierras yermas.
Hundo el sombrero en mi cabeza.
El taco de las tejanas se entierra en la arena.
Escondido en mi largo abrigo de cuero. Reseco por los soles cien inviernos, y cien veranos.
Atesoro el último número de la revista D’Artagnan. Que me trajo el tren que viene del Norte.
Podré aumentarle otro capitulo a mi sigiloso andar nocturno.

Si, mejor me voy a casa.
Ya tengo que leer.


(En la década de los ’70, el escritor norteamericano Paul Theroux avezado en viajar y luego contar sus experiencias en crónicas de viaje, emprende un largo recorrido en tren desde Boston, hasta Esquel en la Patagonia Argentina.
Baja en Retiro apenas entronizada la dictadura militar. Comprueba la complicidad de la clase media alta con el régimen.
A través de su editor conoce a Jorge Luis Borges, quien se asombra de que el americano insista en conocer la Patagonia.
“Estuve allí, pero no la conozco”, le dice.
Pero Theroux está obsesionado por conocer, y viajar en The Old Patagonian Express (que finalmente llevaría como titulo su libro, publicado en 1979).
La precaria formación ferroviaria impulsada por locomotoras a vapor que recorre la vía ferrea desde la aislada población de Ingeniero Jacobacci en la provincia de Río Negro, hasta Esquel en la vecina provincia de Chubut.
La gente de la zona la llama “La trochita”, por la angosta “trocha”, (distancia entre los rieles que utiliza). De solo 75 cm.
Cumpliendo un recorrido de 400 km de escarpada precordillera, en Los Andes del Sur.

Yo cursaba mi adolescencia en el remoto poblado (donde también nací), y en el tren que venía de Buenos Aires recibía la bibliografía que alimentaba mis fantasías.
Las revistas de historietas ó Comics, entre ellas D’Artagnan donde aparecía Jackaroe (un místico personaje del Lejano Oeste Americano) en capítulos semanales.

En quien yo me transformaba, cuando solitario vagué junto al viento.
En aquellas noches.)


(2004)