domingo, abril 16, 2006

Liebreros







Liebreros

La noche había llegado amenazando mal tiempo, negra de empujar cerrazones, de gritar truenos lejanos y aullidos, como si salieran del fondo de la tierra misma, como si metiera al caserío dentro de un agujero húmedo.
De una bolsa que apesta.
De una pesadilla.
En la radio sonaba música, y descargas eléctricas, que después rebotaban como fantasmas en la caja de resonancias del rancho.
Y se morían en el piso de tierra apisonada.
El tufo de los perros durmiendo amontonados calentaba las penumbras. Debajo de la frazada, se movían, deformándola, los huesos fríos del padre y del hijo buscando calentarse.
Pilquiman respiraba boca arriba. Con los ojos abiertos. Sufría el dolor de la miseria en la espalda, que en las noches como una maldición le bajaba por las piernas ahuyentándole el descanso.
Cuando apagó la radio le aparecieron los sueños.
Y fueron como caricias.
Tardó en amanecer, la luz creció con nubes bajas, casi al alcance de la mano, cargadas de lluvia. El viento siguió dormido, recostado sobre el espejo de los charcos.
Salieron temprano, moviéndose sin pereza, no dejándose abrazar por el frío.
Los perros ya corrían en el barro, oliscando el aire.
Largando un chorro de vapor cuando al parar buscan en el horizonte, con las bocas abiertas.
Las gotas mansas, pesadas, comenzaron a despertar la mañana incrustándose en el reflejo de ese cielo blanco.
Y en la tierra gredosa.
Pilquiman y su hijo caminaban callados haciendo sonar con fuerza el aire que les entraba por la nariz y por la boca.
Tenían los ojos fijos en ese horizonte aun no resuelto por la claridad y por los cañadones que se empezaban a distinguir.
La tierra se descubría ondulante.
Tenían los ojos atentos y el pecho agitado, cuando llegó la voz esperada:
¡Ahí salió una..!
Gritaron casi a la vez, y los cinco perros saltaron disparados hacia la liebre que aparecía y se perdía entre los neneos.
Uno solo ladró en el arranque, el más cachorro.
Los ojos siguieron fijos, sin perderla.
El padre y el hijo apuraron la marcha en un trote, entorpecido por las botas de goma atadas con trapos en la caña.
Cruzaron el alambrado de la estancia "Pilcañue", el camino quedó atrás como una línea parda brillante.
Mojada.
En el color del paisaje mezclado con las nubes, el movimiento de la acción de caza apareció como un aura mística.
A la inmovilidad le apareció la vida.
Un alboroto y gruñidos de pelea le llegaron entre el aire fantasmal de la neblina. Chillidos lejanos.
¡La’garraron..!
Gritó el pequeño, tratando de ver sin ver, en la distancia.
Apurate...!
Ordenó ahora Pilquiman, apretando el palo que llevaba en la mano. Y ambos corrían zigzagueando entre las matas.
La llovizna pegaba como escarcha y les hacía moquear la nariz en un quejido y cerrar los ojos.
Sonreían.
En el rostro del niño el gesto se mantuvo unos segundos, señaló con el dedo y sí, esa era una verdadera sonrisa.
Entre ladridos se acercaron al manojo de perros excitados, que más hambrientos que feroces se disputaban la liebre. Gruñidos de amenaza y dentelladas no le dejaban ver la presa.
Solo sangre en el barro y pelos arrancados del cuero.
El palo del hombre calado por el agua bajó furioso contra el lomo del Falucho, que se arqueó por el golpe y giró buscando morder.
Ahí ligó el segundo palazo, ahora en la cabeza, que lo dejó tumbado, aullando.
Los otros galgos aprovecharon la acción y se llevaron la liebre, a pedazos. La desgarraban mirando el garrote en la mano del paisano.
Desconfiados.
¡Dejalos que se la coman... Están pasados de hambre...!
Hablaba y recuperaba el aliento, respirando a bocanadas y pensando en los siete pesos que le pagan por liebre. Pero entera.
Para exportarla a Europa.
¡Hay que llegar más rápido, o nos quedamos sin nada..!
Le dijo a su hijo con un tono de esperanza, apuntando con el palo en dirección de los perros.
Trató de ocultar la fatiga, y el hambre.
Se puso la mano con la palma contra la boca y dejó desinflar en ella el calor de un eructo de aire tragado en la carrera.
Hincó una rodilla en la greda, y buscó con los ojos la silueta de los cerros.
Que se dibujaban como amigos que aparecían para salvarlo.
¡La próxima hay que correr más ligero..!
Le dijo después y le apoyo una mano helada en la espalda. Trató de sonreír buscando los perros que ya se había apartado.
Pero sin poder evitar esas gotitas de angustia que se le juntan en los ojos, cuando lo ve al pibe así, mojado y temblando entre el barro.


Para Eddy.
(2005)


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