domingo, junio 12, 2005

Travesía

Travesía
La muerte no es la nada, sino que la nada es.
No hay lo contrario a la vida, su contrario no hay.
(Macedonio Fernández)



La cazonera cabeceando cercana a la costa, más allá de la barra, esperó la marea alta.
Como dormida.
Luego entró al río, ayudada por la fuerza del mar penetrando.
De la fuerza impresionante del mar, y del viento soplando del sudeste. Que encrespa las olas, las hace volar, las transforma en lluvia cuando blanquean al romper, y junta espuma gruesa, amarronada, en la playa.
Espuma espesa.
Que rueda en la arena, y vuela.
En copos de algodón mugriento, vuela.
Y se pierde entre los médanos, hasta volverse nuevamente sal.
El Haroldo vacila, se escora, se clava en las aguas peleando, batiéndose. Lo maltratan las olas. Enfurecidas.
Y sale.
Ahora levanta la proa sobre la línea blanca de las rompientes.
Se hunde.
Y vuelve a salir.
Y se hunde, y sale. Empujado por el viento.
Y cruza sin novedad los de bancos de arena.
La barra endiablada de la desembocadura.
El Patrón desde la timonera suspira. Aliviado. La botavara fija por los cabos a la borda cruje.
El barquito restalla, saliendo del oleaje del mar.
Los cordajes gritan agarrados, ajustado los nudos.
Ya en el canal, ya en río, el viento del sudeste silba contra la mayor y el foque. También furioso.
Tensa el velamen, lo hincha, haciendo panza en las lonas.
Orza el casco.
Y la quilla afilada se sumerge y sale a la superficie, y corta salpicando el agua verdosa.
Mezclada.
Del mar y el río en abrazo, besándose.
Y el Haroldo avanzando, se escora a barlovento, hacia la borda de estribor. La que da a una barranca pelada, que las mareas desmoronan. Comiendo desde abajo.
La barranca norte, la que da a Patagones.
Salado el soplido lo empuja.
En la trasparencia del Curruleuvú.
Que con la subiente inunda rápido los sauces de la ribera, desnudando de tierra las raíces. Dejándolas peladas, al aire.
El Patrón en su refugio de la timonera se afirma en el moler del mando, y no pierde de vista a Perromalo, que va apoyado en la proa.
Cual mascarón.
Con la plomada atada a un cabo en la mano, siguiendo el rumbo del canal. Buscando lo profundo entre la restinga que junta la corriente.
Como hipnotizado.
El joven con la boina calzada hasta las orejas permanece allí de pie. Sin moverse.
Al rato largo le parece que viajara suspendido sobre el agua.
Como un ave.
Sin tocarla.
Levanta la cabeza, y pasea la mirada en redondo. Solo lo distrae el movimiento de los pájaros que vuelan en la costa. Mientras enrosca en un brazo la amarra, prolijamente, al extraerla de las profundidades.
Respira el olor del río. Y apoya el codo libre sobre los ojos, para cubrir el sol que en la tarde le pega a las aguas hiriendo a quien las mire.
El Haroldo, la pequeña cazonera de un palo avanza en el río Negro. Ahora en singlar seguro.
Siguiendo el canal.
Acomete hacia el oeste por la boa de agua, indeciso. Por el reptar del cause majestuoso que lo resiste, amurallado de sauzales.
La cubierta es un caos de bolsas vacías, de madres con brazoladas de alambre y anzuelos pelados, de carnada podrida, cabos, y cajones con la cosecha mezclada de cazones, y corvinas negras.
Un tiburón de buen tamaño cuelga sangrando en la popa, sobre un charco, con el bichero clavado, tieso, en un ojo.
En la banda sur, una veintena de flamencos chapotea despreocupada entre cangrejales. El grupo de aves brilla como brasas quemándose, bajo el sol.
Agachados, sin moverse casi.
Picotean entre el barro. Y miran. Alertas.
Sumergen el largo pico, y la cabeza.
Y miran nuevamente.
Buscando.
El paso del Haroldo que se acerca, los alarma, levantan los cuellos, se inflama el plumaje, y emprenden vuelo tras una corta carrera.
Se elevan todos juntos, en rápido torbellino de alas.
En el aire giran.
Cambian el rumbo.
Ahora van hacia la otra costa.
Y pasan majestuosos, planeando, con las alas abiertas sobre la barcaza, cubriendo de colores rosados el cielo más azul del verano.
El muchacho busca con los ojos entre el ramaje que toca el espejo de la corriente en movimiento. Se escuchan voces de niños o mujeres excitadas por el goce del agua.
Hay chapoteos, y el agua que estalla.
El agua salpica.
Al moverse la embarcación las descubre en un claro. Son cuerpos desnudos que saludan gritando.
Otros observan escondidos en las sombras. Habitan cuevas que han cavado en la barranca.
El Patrón saca la cabeza por el ventanuco esforzándose en descubrir las siluetas disimuladas entre la vegetación y las lomadas, pero el reflejo del río lo deja ciego, y vuelve la cabeza, y se acomoda la gorra.
Y sabe que está cerca el puerto.
Tras los recodos el viento fue amainando, por el reparo de las bardas, y la arboleda.
Y de a ratos las velas sin la brisa cuelgan dormidas, y el Haroldo deriva sereno.
Frenado.
El río ya en la pleamar, parece un lago alargado. Un espejo reflejando el cielo, del verde al verde de los sauces que agitan sus labios con hojas, saludando.
De aguas dormidas.
Perromalo sigue en la proa con la vista fija, imaginando el destino. Fantaseando. Se saca la gorra, y le pasa la mano al pelo húmedo.
Se rasca.
Le arde el sol en la cara. Le arde el sol y el viento de la travesía en la piel de la cara.
Y le duelen los ojos de mirar sobre el brillo.
En el rolar del barquito el río se hace cada vez más ancho, y en un descuido, al cambiar el rumbo.
Al voltear la botavara.
Frente a la proa, aparece lentamente saliendo de la maraña de sauces un muelle de madera. Una punta que avanza. Como una daga que corta afilada la superficie, aplanándola.
Renegrido, el atracadero, rebasa entre las aguas quietas.
Y tras la arboleda tupida de la costa norte, impenetrable a los ojos. En la barranca empinada, se derrama un caserío, coronado en la parte más alta por las paredes y la torre de piedra del fuerte.
Ranchos blanqueados con cal resaltan entre calles en bajada, y yuyales.
Es el Fuerte del Carmen.
Imponente cuando se lo ve de lejos.
En el avance del Haroldo se comienza a dibujar la figura de un vapor de gran porte fondeado entre las sombras del poniente.
Junto al caserío.
Cercano al muelle.
A Perromalo no le dan los ojos, tratando de ver en la distancia. De descubrir movimientos.
Se seca los pies descalzos con las manos, se saca la mugre de la cubierta pegada entre los dedos.
Con las uñas.
Se calza las botas sin dejar de mirar el poblado que se agranda.
Distingue un bote a remo saliendo de la orilla sur. El agua que rompe la quilla en su derrota es transparente.
Lo mira al Patrón que sigue en el mando, en silencio.
Gira la cabeza, apoya el pie contra la borda, y tira la cuerda que fija la botavara.
El cabo chilla en el tirón.
Lleva un cuchillo pequeño escondido en la caña de la bota.
Atracado el Haroldo en una sola maniobra, arriada las velas y atadas las amarras. Los dos hombres descargan la cosecha de cazones, hasta un carro que tira una mula.
Del carro se desprende el intenso olor del pescado cuando se pudre.
Los hocicos largos, puntiagudos y las bocas abiertas. Los dientes pequeños y filosos de los escualos le lastiman los dedos. Al acarrearlos, arrastra el cuero áspero de los peces, por la madera del muelle.
El Patrón sin hablarle acomoda las líneas y los cabos mezclados en la cubierta. Baldean con agua del río la mugre de la pesca. La sangre reseca, los restos del mar.
Pasa a buscar bacalao, por el saladero...! - Dice el Patrón.
El muchacho se va diciendo que sí con la cabeza. No tiene donde ir, pero encara la calle en subida que llega a la plaza de la iglesia y el fuerte, con paso decidido.
Como si tuviera un destino cierto.
Vaga entre el rancherío.
Luego, donde termina el poblado, ya en las quintas, se llena los bolsillos de manzanas. Y busca en silencio un lugar solitario, sin perros que ladren.
Sin gente.
Y se tira a dormir bajo unos sauces solitarios. En los restos aun en pie, de un rancho de adobes, derrumbado.
Una tapera, que ahora es refugio de gatos famélicos. El lugar emana el olor a orina, de esos animales sin dueño. Que desconfiados huyen.
La vida está jugosa en las manzanas. Perromalo cierra los párpados buscando descanso.
Y lo encuentra en el sueño.
Así, como alguien que aparece corriendo entre las jarillas. Abriéndose paso con las manos, en un chasqueo de dedos.
El viento norte se enciende.
Cargado del calor de cruzar el desierto. Como un fuego invisible. De volar sobre el antiguo País del Diablo y el Entre Ríos del Sur. Sobre rastrilladas pampas.
Aparece quemando el aire.
Ahoga a quien lo enfrenta, y obliga a no mirarlo de frente.
Insoportable, acarrea torbellinos de arena, en su camino de enredarse y bailar entre chañares.
Carga polvo y arena.
Que lastiman la piel. Que pica.
El final del día entonces, se parece a un mar embravecido.
Quemándose. Insoportable.
El muchacho decide caminar por la costa, río arriba.
Evitando el viento.
Sube a una lomada donde en la cima el ventarrón lo ataca con tanta violencia que tiene que agacharse. Desde ese lugar puede ver donde el Curruleuvú se divide en dos brazos. Flotando hacia el mar. Dejando una isla poblada también de sauces en el medio.
Desde la parte más alta de la loma.
En cuclillas desafía la fuerza del viento, y mira en la distancia el horizonte inhóspito del Sur.
Interminable.
Es una línea oscura que tiembla.
Que se le escapa de los ojos.
Y mira la arena que entregada al viento viaja hacia el Sur, hacia la nada. Invitándolo.
Y en remolinos, convertida en espíritus que danzan, que juegan a irse, que lo llaman a volar, avanza.
Se desplaza veloz, sobre el desierto.
Territorio solo del indio.
Mirando en la distancia, se pregunta por que había vivido hasta ese momento, en que él solo, desafiaba la ventolera y soñaba con volar sobre la nada.
Como el viento Norte.
Siempre algo se espera, por eso se vive.
Siempre se espera más.
Mira hacia el territorio indio, y siente que la soledad lo protege.
Y lo protege el silencio.
El silencio, y la soledad lo emancipan. Lo liberan.
Y ahí está, solo y desnudo.
Y no necesita de nadie.
Mirando el inmenso país ondulante, que pardo se recuesta de este lado del confín del horizonte.
Hasta donde dan los ojos.
Como un dardo lanzado de la nada, un súbito punto cruza distancias azules.
En el grandioso mar de arriba.
Una sombrita que vuela. Aletea y sube.
Y el viento lo ayuda.
Un halcón lanzado en caza, remonta hasta tan alto en la tarde que cuesta verlo.
Que se pierde en la distancia vertical.
Desaparece.
El muchacho abre los brazos imitando las alas del carroñero cuando planea, y cierra los ojos. Y luego baja hasta la costa, dando grandes saltos.
Arrancado nubes de tierra, en las frenadas de sus botas.
Arrastrando con las manos, y clavando los tacos, que impiden que caiga.
Que ruede en el declive.
Se para por fin delante del derrumbe, junto a una barranca que le crece pasto tierno.
El agua del río se va encrespando. Se pica. Se oscurece.
Al peinarla la brisa.
Un telón de álamos plateados se ilumina y se apaga, por los golpes del viento.
Se ilumina y se apaga.
En la otra ribera.
Enfrente.
En la distancia.
Una tropilla ruidosa de matungos flacos, se acerca al río buscando beber. Se abren paso topando entre el ramaje que los hacia invisibles, y se descubren retumbando los cascos.
Las patas en el aire.
En la atropellada ingresan a la corriente rompiendo el espejo que corre, forman espuma, salpican, chapoteando sedientos, resoplando, hasta que les llega a la panza. Y se frenan. Y beben.
Los acompaña un joven aborigen, bien montado. En pelo.
Con un arreador en la mano.
Que no usa.
El indio y su tropilla despedazan la nada. Como un aparecido.
Perromalo los observa en silencio.
En ese silencio, que es su soledad, se inclina sobre la transparencia que corre.
Y bebe, bebe hasta saciarse.
Y se moja el rostro sumergiendo un instante la cabeza, la cabeza y las manos, aliviándose del largo día.
De pronto algo cambia en las aguas, la calma se vuelve opaca y densa. El río descansa en todo el ancho del atardecer.
Y el viento se vuelve de su único color.
El invisible.
Camina ahora hacia el poblado, río abajo esquivando los arbustos enmarañados que le crecen en la costa.
Escucha en el andar solo su aliento, jadeando. Y las ramas que lo raspan.
Se pierde entre la vegetación que crece entre el barro.
Lo cubre el verde, completamente.
Hasta que aparece en un claro ante dos mujeres que desnudas se bañan, escondidas en aguas poco profundas.
Furtivas.
Al verlo, chillan como bandurrias asustadas. Chillan molestas, y juntan piedras del lecho.
Belicosas.
Alborotadas.
El muchacho sin pensarlo huye corriendo entre los yuyales, de los alaridos, y los piedrazos.
Al rato solo escucha los insultos gritados.
Y sin quererlo camina sobre una huella de animales que lo lleva al caserío.
Nuevamente lo rodea el silencio. Y el jadeo.
Ahora agitado.
No le falta mucho al día para morir. El atardecer lo fue calmando, apagando el viento.
Y la noche desde el oeste, viene untando de sombras lo que toca.
Apagando lo que brilla.
Y el hambre grita. El hambre le grita en las tripas como una espina clavada.
Decide pasar por el saladero a buscar su paga de cazón salado. Su paga prometida. No encuentra a nadie que responda sus golpes contra los portones. Da unas vueltas al galpón.
Espía entre las rendijas.
Del interior sale el olor intenso del pescado. Salándose. No espera más.
Se marcha ya entre sombras.
Sin rumbo.
Con el hambre intacto.
De un rancho vecino al saladero, sale una joven. Casi de su edad. Lo mira al pasar, fijamente. Altanera.
Se chocan los ojos rapaces.
Salvajes.
Ariscos. Buscones.
Hay dos niños con ella, a uno lo tiene en brazos.
Al otro, al que le tira de las ropas, le brilla la cara embadurnada de mocos.
Detrás.
El tizne del humo saliendo, se marca en la puerta de la guarida. Como dientes.
Perromalo volvió a mirar ya alejándose, hacia los ojos arrogantes, pero la puerta se había tragado enteras a las tres figuras.
Entre los resplandores de una fogata.
Secreta.
El muchacho avistando la noche en el fulgor del agua que corre, en la zona de la costa más poblada, se detiene frente al muelle.
Al único muelle.
Apoya la espalda junto a la ventana abierta, y gasta saliva en masticar con ruido el trozo de galleta que le queda en el bolsillo.
De a pedazos.
La noche en el río es el reflejo de luces de faroles en el agua.
Traga con esfuerzo. La última galleta seca.
Apoya la espalda, la nuca engorrada, y la suela de su bota en la pared de ladrillos del hotel.
Y come.
Junto a la ventana del salón comedor del hotel. Envidiando el olor que viene de adentro.
El hotel de Aguirre, que enfrenta al río a unos pocos pasos.
Entreverada entre los palos del muelle, la marea se mueve en un ir y venir inquieto.
Indeciso.
Juntando ramas caídas, pajuelas y palitos secos.
Dejando cuando se va, una traza de resaca en la orilla. La marca de que hasta allí llegó.
Perromalo mastica la galleta haciéndola durar en la boca. Y la traga con paciencia, y todo el tiempo del mundo.
Dos perros entran en la negrura del agua jugando a morderse, a pelear, sin hacerse daño.
Se escucha el chapoteo y los ladridos.
Como un eco.
Luchan entre el barro y vuelven a la orilla persiguiéndose, y se pierden entre las sombras de la arboleda.
Se alejan.
Los ladridos van desapareciendo en la oscuridad.
Perromalo mastica hasta no quedarle nada del pan seco en la boca. Aunque lo busque con la lengua.
Lo distraen voces que en aumento se fueron transformando casi en gritos. Salen del interior del comedor.
El tono es de enojo. Se altera el murmullo habitual, cotidiano, del salón en el horario de la cena.
Pobladas casi todas las mesas. Mas iluminadas por faroles que cuelgan sobre ellas, que el resto del ambiente.
Las cabezas giran, los ojos miran descarados. Sorprendidos.
A los dos hombre que discuten los separa apenas unos centímetros del aire del bar, y la copa en las manos.
El aire cargado del bar junto a las mesas.
Parroquianos que se hospedan en el hotel dejan por un momento de comer.
Quienes se acaloran hablando son extranjeros. De aspecto y de palabra. Se insultan en español que mezclan con sus lenguas.
En el billar algo alejado, se alarga la ceremonia de untar con tiza la punta de suela del taco, mirando de reojo.
Tratando de escuchar.
Un morocho con una cicatriz que le deforma siniestramente la cara, corre una cuenta del marcador con la punta del dedo.
Agregando una carambola, sin dejar de observar.
Junto al hombre mas bajo, el de piel aceitunada y poblado bigote. De apariencia árabe.
Hay una mujer joven.
Visten con una elegancia que contrasta con el lugar. Esperan el vapor que los devuelva a Buenos Aires.
La dama ríe burlona, y se apoya en el brazo del hombre que insulta. Provocador.
Su risa rebota en el ambiente, ahora casi en silencio. Su risa teatral, irónica, suena junto a la cara del hombre de barba rubia, que escucha en silencio.
Con la copa en la mano, a medio tomar.
El inglés en suave gesto, estudiado, apoya la copa en la barra. Aun con restos de vino. Dejando libres sus manos. La piel de la cara y el cuello, entre la barba, se le torna colorada.
De indignación.
La cara del inglés imita el color del colodrillo de los pavos. Larga aire por la nariz ruidosamente, casi resopla.
- Nadie me trata de esa manera ...! – Se escucha, entre comensales que se contienen de respirar.
La mujer en el espacio de silencio que dejo entre los presentes la amenaza, volvió a reír, sonoramente. Un alarido histérico.
El viajero ingles no toleró la burla.
Resopló ahora, con fuerza.
Un tono de furia se le colgó en los ojos.
Y.
El cachetazo, a mano abierta, en la cara de la dama sonó como una rama seca que se quiebra. Atravesó el salón, entre las mesas. Azotó el silencio obtenido de palabra, y rebotó junto a la mesa de billar, y salió por las ventanas del hotel.
Y cruzó la calle embarrada, pisoteada por los carros, esquivó los troncos gruesos de los sauces junto al río, y rebotando sobre el agua llegó hasta la otra costa, que dormía.
El árabe pálido, sin hacer un movimiento se sostuvo de la barra. Descompuesto.
Perromalo, a través de la ventana abierta de par en par por el calor de la noche, observó como dos comensales solícitos, muy caballeros. Sacaban a la dama en cuestión del interior del mantel que colgaba hasta el suelo en una de las mesas.
La sentaban con deferencia exagerada, entre sus lagrimas, y alaridos de dolor.
Desalineada la dama, revuelto el peinado. Se cubría, buscando alivio, con ambas palmas de sus manos, el perfil impactado.
El inglés desafiando, salió del salón sin mirar hacia el gentío que se había amontonado entorno de la pareja bien vestida.
Por la puerta principal también abierta, buscó la calle. En la calle pasó junto al muchacho apoyado en la pared, sin verlo.
El árabe lo sigue con los ojos, encendidos, brillando más que el reflejo de los faroles en las botellas acomodadas una junto a otra del bar.
Excesivamente abiertos.
Los bigotes en su mueca, ahora parecen proclamar una falsa ferocidad. Una mentira. Al rostro lo vulnera un gesto de odio.
Pero sigue mudo.
El muchacho mirando el río entre la noche y al inglés que se pierde en las sombras, se agacha y luego se sienta en la vereda de ladrillos.
Sabe que a él no le es posible volver.
El solo va.
El no sabe de donde viene. Es como un cachorro perdido, sarnoso y muerto de hambre que todos apedrean. Y cuando se le acerca una mano amiga solo atina a morderla.
Ahora en la oscuridad, en el sereno, le caen encima las estrellas. Se duerme acurrucado en el reparo de la vereda.
Y le bajan sobre los párpados chaparrones de astros remotos, y de sombras.
Y la jornada avanza en sueños.
Y en cortos ladridos de perros lejanos.
Aquella noche, Perromalo soñó con el halcón. Y con su vuelo imposible.
Majestuoso señor de los aires, clavado en el cielo.
Colgado en la nada.
Y en el sueño, desde lo alto, sostenido en la brisa, vio desde los ojos del ave una senda que se apartaba del río.
Buscando el desierto.
El sol lo arponeó con las primeras luces, y sobre el agua entre los vapores del río, que junta la mañana, pudo ver las pupilas cuadradas de las ventanas del poblado de La Merced, que aparecían lentamente en la costa opuesta.
Decidió cruzar.
El cielo al rato, estaba brillante y despejado, aunque en el horizonte hacia el sur se amontonaban las nubes.
El botero, hombrecito charlatán y exótico, le permitió subir a la embarcación a remos que lo dejó entre juncales y barro.
Del otro lado del río.
Caminó sin rumbo entre el caserío.
Las viviendas de adobe tenían la marca de las crecientes acuñada en las paredes. Trazas marrones una sobre la otra, que se empalman con el mismo color de las calles.
De entre los árboles sale un carro que se entierra en los huellones, dejados por el ir y venir de los quinteros, en la greda. El carro se entierra, y se hamaca, hacia un lado y hacia el otro, llevando canastos que se sostienen y explotan, rojos, de tomates.
Quien lo guía pita un cigarrito armado, que aprieta en los labios, y putea al pingo que también se empantana. Y grita.
Desde el pescante.
Al rato.
De pasar el carro, pasó un cura. Pasó una bandada de torcazas, rápidas como flechas. Que después, paran todas juntas en un sauce, desapareciendo.
Luego, pasó una semana.
Pasó el hambre, y volvió.
Perromalo descubrió la iglesia, y que en la iglesia, en los fondos, los curas daban de comer a otros como él.
Tan miserables. Y ahí se refugió en las noches, y se llenó la panza.
Y lo atrapó una tarde la imagen en yeso de un hombre casi desnudo, clavado a unos palos cruzados. Sangrando, en las manos y los pies. Y en la frente, donde lo herían las espinas de una corona.
Lo atrapó la imagen, apenas iluminada por velas encendidas. En las penumbras.
Y le quedó grabada, en sus ojos de halcón.
Y volvió cada noche, a la construcción inconclusa de la iglesia. Enorme, con dos torres. Frente a la plaza, con el atrio lleno de perros echados.
Que erran hambrientos, que vagan cual el recién cruzado.
Perros, y arena que trae el viento, y la deja amontonada en los reparos.
Junto a la iglesia, continua el tapial de un edificio, que ocupa los otros dos lados del paseo.
Y el muchacho sigue, por las calles esquivando los barriales.
Unos caballos atados frente a un rancho alargado, de ventanas enrejadas, mostraban una de las varias pulperias desperdigadas entre las quintas.
En los fondos, entre basurales, corrales y pisaderos de adobe, había acampado un grupo de indígenas.
Perromalo se les acercó, con cautela y con maña.
Como pidiendo plaza.
Al toldo principal.
La perrada se le vino al humo apenas detectaron su llegada. Olfateándolo con insistencia, pechándolo en espantadas y aullando, con ladridos agudos.
Como de hambre. Hasta acostumbrarse a su presencia, y a su olor. Luego rápidamente se aburrieron, y lo dejaron.
Se sentó en el suelo, a distancia prudente, como un cuzco acobardado. Y no dijo nada, esperó callado.
Nadie del grupo de indios le puso mucha atención.
Lo miraron de reojo.
Aguardó en silencio a unos pasos, cauto, observando la actividad de levantar un campamento, y juntar pertenencias.
Miró alistar la tropilla, que lo esquivó al moverse. Miró Juntar los animales desde un corral de ramas. Miró desarmar los toldos, emprolijar lazos, y arrollar las pilchas.
Supo por la forma de envolverlo entre cueros curtidos, y de velar, que transportarían un cadáver. Seguramente de un niño, por el tamaño. Lo ataron con cuidado, como en una ceremonia, al lomo de un caballo blanco.
Blanco el pingo, como nieve. Quienes lo ataron, acarician con cariño y tristeza los cueros.
No eran más de diez, entre ellos tres mujeres.
Una de ellas se mantuvo sentada, sin moverse, junto a un braserío que se esfumaba, y que en la noche anterior seguro fue fogata.
Era una anciana. El pelo blanco. Estaba cubierta por una antigua matra pampa, ya sin colores, y rotosa.
Ella lo miró. Lo contempló sin gestos.
Ella lo miró, y luego lo llamó como se llama a un cachorro, golpeando con la palma de la mano varias veces en su rodilla.
El muchacho se le acercó casi con cautela, y se sentó.
A unos pasos de la vieja, que lo miró un rato detenidamente. A los ojos.
A sus ojos penetrantes.
Luego se volvió hacia un toldo, y gritó algo indescifrable a quien parecía comandaba el grupo. Y regresó a su silencio de mirar los restos del fuego, consumiéndose.
Perromalo esperó. No sabía qué. Pero esperó.
Los indios adivinaron su rostro de hambre, y mirándose entre ellos, casi sin palabras dejaron que se les uniera. Usaban una lengua que el no entendía. Hablando muy rápido, y sonando cada palabra como una orden terminante.
Estaban por partir.
Le otorgaron cabalgadura, entre el polvo en movimiento de la salida. Un zaino bellaco y bien comido, enfrenado con un tiento trenzado.
En pelo.
Una joven, le acerca un trozo de charqui. Es potro. Semeja un cuero seco.
Y una sonrisa.
El muchacho limpia la quereza con las uñas, y masca el charqui, cuando salen del poblado hacia el desierto.
Masca y traga de poco, lo hace durar en la boca.
Entre el polvo, arriaban diez caballos y dos vacas cimarronas de cuernos largos. Algunos cargados por los vicios.
El blanco, su carga fúnebre. Va de tiro.
Perromalo se toca el cuchillo que se abulta en la caña de la bota, y mira hacia el correr del agua. Que ya no se ve.
La brisa aún casi río lo alcanza dando tumbos sobre su piel expuesta.
Oculto por lo ondulado del terreno.
Ve solo la parte más alta de los sauces de la costa. Como una línea echada que desaparece a cada vuelta de cabeza.
Luego mira largamente hacia donde ya no hay verde. Donde los ojos se pierden en la inmensidad de la distancia, y es todo igual, o más gris, o blanquean como espejos los salitrales, brillando al sol.
Hacia el sur.
Donde el monte cada vez más tupido se va arrugando en ondonadas, que caen a pique sin avisar. Y suben. Donde las bestias de golpe bajan el cogote, se encabritan, se frenan, y hay que agarrarse con fuerza de las crines para no ir a parar entre alpatacos asesinos.
Y sufrir sus espinas como puñales. Que laceran poco a poco las pobres pilchas del venido del mar, con arañazos que buscan la carne.
Desnudándolo.
Y los días pasaron. Y las lluvias, no las de agua, las lluvias de arena, borraron sus pasos.
Y después también vino el agua, y sobre las huellas cubiertas por el polvo creció nuevamente el pasto duro. Y la planicie continuaba ondulándose, y reapareciendo tras cada lomada.
Y los días fueron pasando, y cayendo sobre su cabeza. Clavándose en el pellejo. Junto con el frío, y la brisa ahora soplando desde el sur.
Helada.
Que se siente en la piel, y también se huele. Y duele respirarlo, el frío duele respirarlo de frente.
Duele en la nariz, y en la boca.
Y él estaba ya halcón sobre el desierto. Abriendo y cerrando las alas.
Cerrando las alas y mirando toda la extensión del horizonte de ese mar sin costas.
Del mar de arena y basalto.
Con sus ojos laterales.
De rapiña.
El cielo hacia el sur se cargó de nubes negras y rápidas, deformadas por el viento, y se acercó a la planicie como una mano oscura.
Gigante. Que golpea incrustando, aplastando las ultimas luces contra los matorrales.
Persiguiendo los reflejos del día.
Hasta matarlos.
Cerrando los senderos.
Dejando los ojos ciegos. Inservibles.
Amarillos.
Fue hundiendo entre la arena de la noche a la tropa penitente, que marchaba a duras penas, como sombras.
El desierto ahora, cambiando de lugar, se levantó en remolinos.
Los indios detuvieron la marcha.
Hábilmente echaron a las bestias contra el suelo a empujones, con fuerza.
Entre gritos.
Los mantenían así abrazándolos y mordiéndoles ferozmente una oreja, y los pingos se fueron aquietando con el toque mañoso de las manos, con caricias, y al cubrir con un poncho los ojos.
Al resto los manearon.
El tropel resoplaba levantando la cabeza, y pateando al aire. Hasta que poco a poco se calmaron.
Quedaron inmóviles.
Como dormidos.
Después se refugiaron de la tormenta y el frío, ocultándose contra la panza de los caballos.
Ganando su calor.
Y cubriéndose con lo que podían.
Hasta con los perros.
La vieja quedó sola entre el polvo y la oscuridad, que reventaba en ráfagas.
Acurrucada en su matra pampa, bajo un quillango de chulengos. Calla en el aire helado que la envuelve.
Calla la intemperie.
Luego, mira buscando con los ojos perdidos, y ya no calla.
La cuchillada oscura de la boca, se abre mugrienta, profunda, y escupe un grito alargado.
Monótono.
Y alza la cabeza entre la maraña blanca de sus pelos, que se mueven como una llamarada fría, y eleva también sus brazos, que escapan del cuero que la cubren.
Y desnudos se elevan, entre el aire denso de la arena que vuela, buscando tocar la noche, sobre ella.
Perromalo parado, solo, entre la noche que le golpeaba en la cara ahogándolo, al reparo del matungo, le temía al desierto.
Podía sentir que una vez fue barca, que voló sobre aguas verdes, transparentes, y que ella misma, la barca de su cuerpo, lo trasladó a este olvido.
Temía.
Al desierto, y al futuro que trataba de ver con sus ojos de halcón entre la ventisca.
Temía por saber que allí, en el tiempo por venir, en el futuro.
Entre otras cosas.
Está la muerte.
El viento y la tierra, es la máscara que usa el desierto para ocultar a sus habitantes.
Tehuelches.
Y decir que no existen.
Entre la tierra salen. Encarnados en lagartos, con la mirada indiferente del zorro.
Y el andar incansable, y furtivo del puma.
Entre la tierra vuelven.
Casi desnudos, cubiertos por cueros de animales. Caminan flotando. Callan, o hablan callando.
Usando un murmullo.
Ellos han sabido refugiarse ahí, en el sigilo, y de allí salen mimetizados con el monte.
Salen, y vuelven.
Son hijos del día.
Están hechos de arena.
Ahora Perromalo, el viajero acarreado por el agua. Bajo el cielo de la noche, en la tormenta, ya es parte del desierto.
Aquella noche hubo desvelo de perros entre las penumbras, ruido de animales que se alejan aturdiendo el suelo con galopes. Tropezando.
Espantados.
Relinchos, y voces apagadas, que el viento lleva y trae.
Indescifrables.
No hubo luna, y un color plomizo pintó el desierto cuando en el cielo empezó a clarear.
Y en las luces del día se fue perdiendo la tormenta, hasta no ser más que un mal sueño.
Que duró lo que duran las tinieblas.
Perromalo estaba echado sobre un cuero, simulando dormir. No podía entregarse plenamente al cansancio.
Algo lo alejaba hacia la vigilia, pero el cuerpo descansó de la montura. Y el silencio fue útil para mantenerse alerta, aún con los ojos cerrados.
No podía estirar las piernas. Sentía aún, el caballo moverse entre ellas, como si cabalgara.
Como un tajo.
Sintió una racha helada en la mano. El arañazo de una hoja de faca, y algo entrar bajo el cuero que lo embolsaba. Veloz.
Lagartija.
Pensó, sin abrir los ojos. Y la sintió avanzar.
Le caminó en la piel del brazo, y el pequeño látigo gélido se quedó en el calor del sobaco.
No se movió, hasta que dejo de sentirlo.
Luego el sueño le apareció secretamente. Inevitable. Invadiéndolo.
Y el sol calentando entibió su cobijo.
Y el día remó, avanzando.
Hasta que lo despertó la vieja, con su sola presencia, y dio un respingo cuando encontró su rostro observándolo tan cerca del suyo.
Clavándole los ojos ensombrecidos, que en el centro los cubría una mancha blanca.
Como leche derramada en el agua.
Los indios se habían marchado entre las sombras y el amanecer. Llevando los animales.
Estaba solo con la anciana, y el cuerpo pequeño sin vida, envuelto en trapos y cueros.
Ahora cubierto por piedras y arena, y terrones de sal, al reparo de una barda.
Entre los molles lo había enterrado la machi.
Y junto a la tumba, en las matas había atado trozos de hilos de colores, y greñas blancas de lana de guanaco.
Pelo de chivos.
Y crenchas humanas.
Estaban sin caballos. Solos en la planicie.
Un galgo lo miraba indiferente, con la lengua afuera.
De flaco casi transparente.
Jadeando. Legañoso.
Y ahí el muchacho también se dio cuenta que la mujer casi no veía, al verla tropezar con los restos de un fuego.
Con la torpeza de los ciegos.
Los calambres de dormir acurrucado se le fueron ablandando al pararse, y en la garganta la sed apareció como un gusto ardiente.
Que lo fue abrasando, cuando tragó la saliva que la noche le juntó en la boca.
Chenque..., menuco...!
Gritó la vieja, sentada en el suelo. Tenía el abdomen horriblemente hinchado.
Como un sapo al sol.
Apenas se movía. Su cuerpo vulnerado por la suma de miserias se secaba sin vueltas. Como un fruto arrancado de una rama, y luego olvidado sobre la arena caliente.
Su piel era un cuero pálido, ya del color del salitre.
Un cuero seco.
Olvidado.
Caminó.
La sed lo hizo ponerse en marcha. Siguió el viraje de enfrentar el viento, al sentirlo fresco en la cara.
Caminó hasta dar con un zanjón que acumulaba barro secándose, y restos de agua. Pisoteado por las bestias. Era un barrial con charquitos de agua espesa.
Bebío lo más que pudo. Escupiendo la tierra que le queda entre los dientes.
Gualichoooo...!
Le escuchó gritar a la vieja nuevamente. Un alarido desgarrador. Pero al mirar hacia atrás ya la había perdido entre el monte cerrado.
Se la comieron los matorrales.
Ya no era nada.
Solo un grito que se apagaba.
Lejano.
Que se confundía con el silencio. Hasta no saber si el quejido aún persistía, o eran los piquillines moviéndose. Arañándose entre ellos.
Vivos.
Miró en sol justo sobre su cabeza. Entre nubes grises. Y siguió un sendero sin huellas frescas.
Otra vez buscando en río.
El perro lo siguió un trecho de lejos, acercando el hocico puntiagudo a la arena.
Luego se volvió.
Como sin rumbo.

(2004)

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