martes, febrero 10, 2009

Aullidos













Aullidos

De mi viejo tengo un solo recuerdo y es como una visión, como la parte de una película ¿como una escena se dice?.
Saco cuentas comparando la altura de mi hermana –que es a quien tengo más nítida en ese sueño- y debo tener cuatro años, por que vivíamos en esa habitación con dos camas y la mesa grande de fórmica con patas de caño estaba junto a la puerta de entrada que daba a la galería, adonde daban también las puertas de las otras piezas, y donde vivía otra gente. Gente grande, en ese caserón que compartíamos el baño y la cocina eran todos grandes, salvo mi hermana y yo.
Sí, yo era el más chiquito y me metía por todos lados. Algunos me querían un poco y me ofrecían una torta frita, un caramelo o un pedazo de pan mojado en una olla donde hervía una salsa, sobre todo las mujeres que se quedaban solas durante el día y cocinaban.
Que ojazos que tenés guachito, me decía la vieja gorda del frente –siempre vestida de negro- la dueña de la casa y aprovechaba para darme un beso. Otros me sacaban cagando apenas me asomaba por las puertas de las habitaciones, les molestaba, y más si les abría la del baño cuando estaban adentro. Rajá pendejo de mierda me decían, y yo rajaba y me escondía en el fondo del pasillo para verlos si asomaban la cabeza asegurándose que no me quedaba tras la puerta escuchando.
El baño siempre estaba mojado y yo saltaba salpicando sobre el charco que le quedaba al piso. Cuando me acercaba al balde que tiran los papeles arrugados al lado del inodoro, era mamá la que me decía rajá. Eso no se toca.
No iba a la escuela por eso también creo que andaba por los cuatro y mi hermana ocho años, justo el doble que yo.

Mi viejo era una sombra oscura que entraba por la puerta y tapaba la luz de la galería. Todos nos quedábamos en silencio cuando llegaba, hasta mamá que bajaba la cabeza terminaba de planchar apurada y ponía el mantel y los platos en la mesa, mientras él se sacaba la gorra enorme del uniforme, el cinturón con la reglamentaria –a la pistola le decía la reglamentaria- y la chaqueta azul y lo iba acomodando lentamente arriba del ropero.
Cuando entraba la habitación se inundaba de olor a tabaco, era el olor de él. Yo lo miraba desde atrás de la mesa que me llegaba justo a la altura de los ojos, así que me escondía con la mesa y lo miraba.
Él no hablaba, así que nadie hablaba. Después salía al baño y cuando volvía la comida ya estaba servida y nosotros sentados frente al plato. Comíamos, se enojaba con mi vieja si no le alcanzaba el vino o si el guiso estaba frío y se acostaba, al ratito ya roncaba. Daba miedo como roncaba, parecía que iba a reventar.

Eso es todo lo que recuerdo de esos años, y de él. Después ya me veo solo con mamá y mi hermana en la época de ir a la escuela. De entrar al baño que siempre tuvo el piso inundado, siempre, siempre que lo recuerdo, y en invierno era escarcha lo que cubría el cemento del piso junto a la rejilla pero yo ya alcanzaba la altura del espejo, me veía aunque en puntas de pie y me peinaba para atrás, con jopo. De jugar a la pelota con guardapolvo en los recreos, de la nieve mezclada con barro, de los pies helados. De las peleas por que me gritaban: ¡hijo de milico chorro! De mi vieja llorando, de mi hermana con panza - vas a tener un sobrinito me decía la gorda del frente- y que comíamos solo de noche. Después la noche era una desesperación de perros aullando y de viento escapando por las calles, con ese rumor a fantasmas que tiene el viento y que para asustarme se mete entre los postigos y los hace golpear, y les crece un zumbido como una voz finita que quiere entrar y meterse en mi cama.

A veces cuando decido contar a alguien esta parte de mi historia siento que me toca una mano invisible, una mano que quiere cerrarme la boca, callarme, algo que me frena en ese momento cuando me detengo en el piso mojado del baño. Esa noche helada.
Esa noche que encontré a la dueña de la casa, a la del frente, vestida de negro y a oscuras sentada en el inodoro, inmóvil, en silencio. Y sin encender la luz le veía las carnes blancas colgando, cubriendo el asiento, sus carnes gordas gastadas chorreando y la cabeza tirada hacia atrás, apoyada en la pared y el tanque del depósito de agua del inodoro goteando sobre ella.
Cuando lo cuento también me aparece la desesperación de aullidos de los mismos perros de siempre. Y la veo ahí a oscuras, con los ojos abiertos. Y me veo yo, que intento abrir la boca para gritar o para decir algo y que no puedo, y el miedo es la oscuridad del baño y el frío de la noche que entra por la puerta abierta pegado a los aullidos, a esos perros lejanos. Y estoy parado en el charco del baño mirando el bulto oscuro, vestido de negro y con los ojos fijos que miran el techo.

Después regreso a la pieza entre las penumbras dejando la marca de mis pisadas con el agua del baño en las baldosas de la galería, regreso y soy un ciego que se guía por los olores tibios de la habitación y no voy a mi cama, el miedo no me deja entrar en mi cama, si en la de mamá que se da cuenta que soy yo y me ofrece un lugar junto a ella, sin despertarse.

(2007)


3 comentarios:

guiñazu dijo...

como rionegrino de adopción me encanta tu blog, lamento que Aullidos no se pueda leer pues la letra es muy pequeñita y no se como ampliarla Saludos Luis Te invito a mi blog pasequelecuento

Anónimo dijo...

Muchas gracias Carlos, por difundir la literatura de nuestra tierra. Te cuento que soy de Gral. Roca.

Un abrazo

Jorge Clarotti

http://conafecto.blogspot.com

Anónimo dijo...

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