domingo, julio 16, 2006

Colitoro


Colitoro

Efímera columna de ventiscas,

veloz duende en la blanca llanura.

Tu paso alimenta las leyendas,

cuando el miedo de la noche va llegando...

y el ruido que produces cubre el llanto.

En el rostro de mi gente

siempre te encuentro, aunque sigas volando.

Los matorrales de algarrobillos no se levantan mucho del suelo, entre la arena caliente. Sí, se agarran con las raíces, sus manos gigantes, al desierto, estrujándolo. Con fuerza imposible. Y ahí, estallan hacia el cielo en ramaje espinoso, rasguñador. Salvaje.

Las plantas se encuentran tan cerca entre sí, que se entrelazan, se enredan unas con otras. Tejiendo la vida en los faldeos. Lo cubren todo, de horizonte a horizonte. Hasta donde dan los ojos.

Finitos los tallos se dejan doblar por el viento, y vuelven. Porfiados. Verdes las vainas arqueadas enguirnaldan las ramas, y tiemblan. Abajo la parte enterrada levanta la tierra, inventa médanos. Amontona arena.

Entreverándose con las matas, busca sombra la chivada. Algunos animales de a ratos se acercan haraganes a la aguada, lentamente. Otros dormitan echados.

La distancia, al fondo, toma el azul aéreo de los cerros cada vez más altos.

Ahí esta el viejo, con la pala y el hacha. En la media mañana. Y el sudor le corre en la cara.

Descuartizó laboriosamente una zarza más alta que él, cavando con capricho. Desprendiendo uno a uno los tentaculados dedos, los nudos que la fijan a la tierra.

Los fue apilando prolijos, trabados entre ellos. Abrazados bajo el sol.

Como en un ritual, luego de recorrer la antigua senda india, arrastra el palo herido de hacha, hasta el reparo de la barda.

El algarrobillo yace, ahora, vencido entre las astillas, mezclado con la arena, junto al pozo donde pertenecía al suelo.

El viejo se sienta, descansa, en la sombra que da una planta más chica. Y el sudor le brilla en la cara y en el cuello.

El sol fulgura en el sudor que cubre la piel de Casimiro Millaqueo, se saca la gorra. Le pasa el dorso de una mano al bigote entrecano, lo moja la humedad que allí acumula, y al enfrentarla oteando, ve como el viento seca la piel cuarteada.

Mira la pila, que subió lentamente. Ya le llega al pecho.

Lejos, por encima de su cabeza, algunas nubes ágiles, persiguen a la luna que se quedó en el día. Pálida, inmutable.

Una caterva de cascarudos cruzan veloces, quemándose las patas, sobre el rastro que el viejo fue haciendo al acarrear la leña.

Extrae un trapo blanco, arrugado del bolsillo, lo despliega entre los dedos y se seca con cuidado el sudor del ojo sano. Con tiempo. Lo aprieta en la nariz y lo guarda.

El otro, el que no ve, se lo llevó el astillaje disparado al reventar un hachazo en la madera. Se fue achicando con los años, y se puso amarillo. Ya no sirve. Solo lagrimea a veces.

En el cielo con escasas nubes, en el silencio que busca el mediodía, se dibuja el volar tranquilo de las grandes aves.

Un pájaro se proyecta hacia arriba, corta el celeste. Luego baja en picada, grita.

El viejo esfuerza el ojo, le hace visera con la zurda. Lo contenta su libertad. Y extraña el tiempo en que podía ver mejor.

Vuele, ñanco, vuele. Que el día sigue.

Hacia el crepúsculo, orientado por el humo del rancho, apenas sostenido sobre el recado, avanza el jinete. Es un punto en la meseta, entre el polvo que forma el matungo al arrastrar las patas. De parejero lleva una mula con dos alforjas que se le abultan titubeantes en el lomo.

Las crenchas rubias tremolan en el aire y la barba crecida apelmaza tierra de días. La boca con sed de labios llagados, de lengua espesa. En las manos, mataduras de raspones, pegados a un vendaje de trapo. En las tripas, bramante, el hambre.

Encorvado se aferra a las riendas. Las riendas flojas, en el puño apretado.

Lleva un arma larga cruzada en la espalda, la correa de cuero le ciñe el pecho en bandolera. El doble caño de vez en cuando le ladea el sombrero, al caminar desparejo del caballo sobre el terreno escarpado.

Los ojos claros, entrecerrados de mirar la blancura de los salitrales, de enfrentar el sol y el viento, son piedras opacas. Se esconden esquivos en la sombra del ala del sombrero. Va orillando el monte, por un sendero de animales.

Un castrón de cuernos larguísimos se espanta al pasar el jinete, gasta sus fuerzas en escapar trepando por una grieta entre el basalto. Se arrepiente pronto y lo queda mirando.

El polvo que levantan las bestias al avanzar se mete en su boca abierta.

No es de estas tierras. Huye.

El viejo había carneado, y asaba al reparo de la ruca.

Remueve brasas con una vara larga, y de a ratos la humareda lo envuelve. Cierra el ojo, suspira.

Agrega un palo grueso a la fogata.

Ensartado, un costillar con paleta se ofrece a las llamas. El fuego crece y al arder, dibuja nuevas sombras. Proyecta duendes. Y crece, y crepita. Y suena, y le pinta espíritus al voladero. Espectros.

El día, que se muere, mitiga los reflejos finales del sol. En bermeja desbandada tras los cerros.

Atolondrado, el cuzco se acerca olfateando la carne, famélico. Observa con detenimiento mientras alarga el pescuezo, con la cabeza al ras del piso. Un pisotón en el suelo lo espanta.

Gruñe y se aparta.

La pava se caldea entre las brasas. Azabachada en tizne y años. Silbadora.

La levanta con los dedos sin quemarse, en el hueco de la otra mano tiene el mate. Ceba con un chorro mansito, apuntando con cuidado junto a la bombilla. Preciso.

Sorbe y escucha.

Entre el viento, reconoce la presencia del jinete.

La mano libre que descansa sobre la rodilla cierra los dedos. Aprieta. Los labios sueltan la bombilla.

Se alza, alerta.

El perro embiste la oscuridad a la carrera y desaparece un poco más allá de hasta donde ilumina la fogata.

Ladra.

El mancarrón relincha y se encabrita, la mula se para, el jinete no se mueve.

Mordida en una pata, la bestia tiende un galope corto, patea al aire. El forastero rueda por encima de su cabeza y cae, sin traslucir escudarse, impacta feamente con la arena.

Da con el rostro haciendo un leve ruido sordo. Gime. Pierde el sombrero en la caída. El golpe lo despierta, lo espabila.

Resopla ahogado. Lentamente intenta erguirse entre sueños, lo logra. Limpia con los vendajes de una mano la nariz, gotea roja. Mira sin orientarse, hasta que da con el resplandor del fuego.

El cuzco ahora ladra alternativamente hacia el jinete que se acerca oculto aun por las sombras y hacia la casa, protegido por la noche.

El hombre camina deteniendo su andar a cada paso, aun sin ver al viejo, acomodando el arma que cuelga en su espalda. El pelo blanco de tierra y la barba espantan, mugrientos en sangre.

El anciano en la ruca penetra la negrura con su ojo bueno. Sin ver nada. Llama al perro y su sombra se alarga, ahora con la luz de la fogata detrás.

Se toca el verijero que lleva en la faja. El nunca tuvo armas, ni tuvo miedo.

La carne al cosquillear del calor cruje dorándose.

Brillan, reflejan la luz en las tinieblas, los ojos de las bestias de carga que sedientas resuellan.

El gringo avanza cobarde, cauteloso, arrastrando sus pasos. Al ver al viejo se sorprende y grita, alardea, pidiendo agua.

Suplica.

El cuzco ladra sin parar y Casimiro Millaqueo lo calla con su voz tranquila, en idioma pampa.

Un zorro grita cerca, del lado de la aguada, y enciende los rubíes de sus ojos al detenerse a observar entre coirones. Los animales en el corral se inquietan. Atropellan, se mueven, y ahí quedan.

No hay viento y el silencio reina, absoluto.

El forastero bebe largamente de una lata con manija de alambre. El agua lo chorrea. Lava su rostro y sus manos, que envuelve con los mismos trapos mugrientos que las cubren. Muestra gestos de dolor y con esfuerzo descuelga el arma de su espalda, luego la apoya en la pirca del corral.

Dice como que sí, y traga el agua. Y el agua lo revive.

Cuando termina recibe de la punta del cuchillo del indio viejo un trozo de carne asada, la acepta sonriente.

La ataca brutal, con los dientes. Respinga, se quema, y vuelve a empinar la lata con agua, aliviándose.

Devora, no habla. El viejo parado lo mira comer también sin palabras, después de mucho tiempo tiene la sensación de no estar solo.

El asador va quedando limpio, fijo, entre el braserío. Aún vivo.

El asador es una cruz negra, clavada en las cenizas. Una cruz sitiada por brasas, del color de las sombras.

Entre ellas humea un charquito junto a la cruz hundida en la tierra, es grasa que fue goteando.

El cuzco gruñe, desconfiado, sin dejar de fisgar al recién llegado. Y pela su hueso.

Millaqueo busca entre los vicios bajo el alero. Encuentra en el tanteo la botella a medio llenar, cubierta por cueros secos.

Le saca el corcho y la ofrece.

Su último poco de vino.

El gringo taimado acepta – ahora encendido –, y le da un trago largo, angurriento. Le gorgotea el sorbo en el gañote, que lo embucha con ruido.

Sonríe y devuelve el frasco, ahora casi vacío. Al pasarlo, contra el resplandor del rescoldo, ve que le resta solo un traguito.

Lo devuelve sin un gesto de descargo.

Aún sangra, entre la barba.

El viejo recibe la botella y la deja en el suelo. Se prende mordiendo una lonja de carne que corta pegada a los labios. Mastica, fijando el ojo bueno en las brasas. Busca la botella y empina el resto del vino, demorándolo en la boca. Por disfrutarlo mejor.

Se arrepiente del convite.

El hombre rubio se pone de pie.

De las crenchas, resbalando por las sienes, le corren chijetes de sudor espeso que se frenan en las esquirlas de arena que tiene pegadas a la piel, y siguen. Para llegar al bigote y la barba engrasada, brillando, y ahí sí, gotear al polvo del suelo, y terminar rodando como una lágrima de mercurio envuelta en talco.

Camina hacia las sombras, tomando el arma al pasar. La sostiene sobre el antebrazo. El caño cuelga hacia delante y la culata se le calza en la axila.

Con la otra mano se abre el pantalón. Hará sus necesidades.

El viejo, presto, sigue la ruindad de sus pasos.

El perro, al verlo moverse, lo acecha gruñendo.

Corre tras él.

Luego ladra con furia muy cerca de las botas. Esquiva una patada ridícula que da en la tierra.

Los ladridos crecen en ferocidad, tras el ataque. El esfuerzo por espantar al cuzco hace al gringo orinarse en las ropas. Trastabilla. Maldice.

Al afirmarse, apunta al perro con el arma.

El viejo se para, padece.

Y la noche estalla en el estruendo de la pólvora. La bocanada de fuego, el chisperío, el ruido seco. El aullido.

Vuela hacia atrás, en pedazos, el cuzquito.

El criminal, ahora con tiempo, se acerca y orina los restos masacrados del perro. Jadea al orinar, con alivio. Sonríe y algo dice. Solo él lo entiende.

Jadea y sonríe. Tiene el arma en la mano.

Casimiro Millaqueo no cabe en su cuerpo. Se estremece, con una mano en la boca. Una náusea lo ahoga.

Mira sin moverse los restos humeantes de su amigo muerto. Se le doblan las rodillas, y la noche se le cae en pedazos.

El viento, naciendo de la nada, comienza a mover las pilchas, el ramaje del monte, los cueros colgados. El pelo blanco del indio, que suspira.

Su silbo enluta el silencio, como un gemido.

Un derrumbe de luna se pinta en la aguada.

El forastero desensilla el pingo, desmañado, y arrastra el recado junto a la fogata. Con esfuerzo. Huele a orín y a pólvora quemada.

Huele a muerte.

Se sienta, apoyado en los aperos. De una petaca bebe a sorbos. Hostil, mira sin ver.

Se duerme con el arma abrazada.

El viejo, entre las sombras, es un espectro. Abatido, grita un lamento de su raza a este espacio oscuro del mundo. A este espacio desolado y suyo. Una queja. Un responso al amigo.

La brisa mezcla el gemido con la noche y lo lleva a vagar por los mallines.

El hombre que huye al poco rato ya duerme profundamente. Agotado. Un resoplo le revienta en la boca, quejoso, y se acurruca contra el recado.

El indio viejo ya no ve en las penumbras.

Lo cubre la bóveda del cielo, minado de estrellas. La lumbre de las brasas aun sigue con vida y se amontona sin llamas, enfriándose.

La cruz del asador clavado en el rescoldo. Espera, muda.

Camina a duras penas, sin saber adónde. Sus pasos lo llevan hacia el rancho. Hacia su ruca.

Millaqueo pasa junto al hombre que duerme, que resuella durmiendo y huele a pólvora.

Huele a muerte intensamente.

Tropieza, casi ciego, con los restos del fuego. Sin querer, las manos se le aprietan al hierro engrasado, al hierro negro del asador. Clavado, firme en la tierra. Lo mueve hacia un lado y hacia el otro, se afloja, y se suelta.

En el tirón, sus brazos lo elevan a la noche cerrada.

Blande el arma imprevista y le crece la furia.

Se acerca al que huele a muerte, al forastero, que indefenso duerme con la cara hacia la luna. Y resopla, y sueña su último sueño.

Y baja, en el envión de los brazos leñeros, de los brazos arrancadores de raíces, de los brazos viejos, la barra afilada del asador, al centro del pecho del forastero. El que huele a pólvora.

Justo encima de donde abraza el arma con que mató a su perro. Del hombre que huele a muerte y que huye.

Del hombre que ahora abre los ojos y la boca, sorprendido. Del hombre que ya no resuella dormido, del hombre al que se le escapa la vida en un bramido, del hombre que tose su propia sangre, y grita, del hombre que ahora ve la muerte frente a él.

Y el rostro del indio viejo. En el ahora feroz rostro de Casimiro Millaqueo, se ve la muerte.

Del indio viejo que mantiene las manos encrespadas en el hierro, en el arma casual, en la lanza que lo atraviesa. Del indio viejo que lo clavó contra la tierra.

El hombre con olor a muerte, que ahora huele la suya, intenta erguirse y en estertores agónicos cae, ya tieso, y para siempre, sobre el braserío que escupe chispas, y vuelan cenizas.

Sobre el braserío, que al contacto con sus crenchas apelmazadas se despierta y crece en humo, en humo espeso, y en olor a muerte y a pólvora, y el aire se inunda con el hedor del pelo que arde.

Y el hombre con olor a muerte queda inmóvil, quemándose.

E inmóvil el viejo, vuelve a enviar hacia la noche su lamento. Su lamento en lengua pampa, que es una queja, un sonido de su boca cerrada, que le nace en el pecho. Y lo larga apretando los dientes.

Ahora es un alarido de guerra.

Despertó en la madrugada.

Sin querer, se descubrió mirando el alba. Se le mezclan las imágenes de la noche violenta. Se le mezclan las figuras de la muerte, y los sonidos. Y respira jadeante. Y el olor lo impregna, el olor de la muerte.

La muerte, que apareció de la nada.

Manso el día empujado por el sol, se ilumina. Celestea, sin nubes y se lleva entre sus garras la noche violenta.

Aun afiebrado por los sueños, con el torso desnudo, el viejo se moja la cabeza, junto al tanque.

El hombre que huía yace con el rostro quemado entre cenizas. Es carbón pegado al hueso, hasta el cuello. Hasta el cuero de la chaqueta que aún humea. La cruz del asador lo atraviesa, lo pasa del pecho a la espalda.

El viejo se agacha, le quita el asador. De un tirón. Lo limpia en la arena.

Arriba, a enorme distancia, sin que lo advierta, algunos ñancos, gráciles, aguantan flotando en lo alto. Planeando en la nada. Como papeles quemados, que escapan de una hoguera.

Rutilan.

El indio viejo arrastra desde los pies calzados con botas altas al forastero que apareció de la nada, al gringo de largas crenchas claras, al hombre que huía, al hombre que huele a muerte y a pólvora, al de la boca abierta y pastosa, al que perdió el rostro entre las brasas en la noche, lo arrastra, desde las botas, como a una raíz de algarrobillo hachado, como a un tronco muerto de madera roja, de madera roja con vetas amarillas, como a una rama muerta de ese bosque subterráneo, interminable, y por el mismo sendero, lo lleva a la pila.

Y los brazos del muerto se extienden hacia atrás, como elevándose, y el rostro es carbón indescifrable, y los dientes blanquean, y la chaqueta se traba en la arena, y la piel de la panza del hombre que huía queda al aire, la piel lechosa, rosada, del forastero con olor a muerte, y los brazos dejan una larga huella en la arena.

Una huella que cruzarán pronto los cascarudos, esa peste de bichos veloces, esa turba negra, apenas el sol comience a calentar.

Y el indio viejo lo arrastra hasta la cresta de la barda que repara el montón de leña apilada. La parva de raíces abrazadas, secándose. Que ya le llega al pecho. Y en la cima suelta sus botas, y sus piernas caen pesadamente en la arena. Y le mira el rostro que no existe, al hombre que trajo la muerte.

Y le dice que morir es malo cuando se tarda mucho tiempo en hacerlo.

Le dice, en rogativa, al muerto que huele a pólvora y a cuero quemado. Le dice que la muerte es mala cuando tarda, le dice que el dolor y el daño de la muerte cuando tardan, acobardan, y humillan.

En su lengua.

Y lo vuelve a remolcar desde las botas, desde las botas de montar gastadas, hasta el borde de la barda, hasta el filo mismo de la barda, y lo empuja, y el hombre que trajo la muerte ahora vuela, girando, desnudándose en el aire, y cae con un crujido sobre la parva de leña apilada.

Y nada más, y el silencio.

Y Casimiro Millaqueo arriba, en la cresta de la barda, cercano al cielo, invoca, mirando el horizonte, mirando el sol que ya aparece, su aullante conjuro.

Le dice, al hombre que huele a cuero y pelo quemado, al muerto, al forastero que apareció de la nada, que tuvo una buena muerte. Una muerte rápida.

Y que eso es digno.

Se adentró caminando al centro de la aguada, con pisadas livianas, por no mover el barro que descansa en el fondo. Con la lata en la mano.

El viejo fue cruzando hasta donde el agua es más clara.

En las orillas la aguada está pisoteada por los animales, y el agua es lechosa por la greda. Es barro líquido.

El viejo descalzado, con la lata de manijas de alambre en la mano, llegó hasta el centro del charco, hasta el ojo de agua. Qué diáfano observa, desde bajo las rocas y es el agua inicial, que brota de la tierra sobre un lecho de piedras. Miró en la transparencia y se quedó esperando que el fondo removido se asentara. Ahí, el agua ya es buena.

Cargó en la superficie más vecina del cielo, y allí apuró los pasos para llegar al tanque.

La lata con manijas de alambre, henchida por el viejo, al avanzar le deja una marca a la arena. La marca de chorritos que brotan de la lata, y la arena los chupa con su hábito sediento.

Luego el sol los remata, y el paisaje es el mismo. Se confunde, muriendo.

Una lagartija, una sombra en el suelo, se pierde entre coirones que amarilleando crecen al borde del sendero.

Después otra sombrita diminuta la sigue, con igual derrotero. Se detiene y lo mira, sin hacer movimientos.

Un enjambre de moscas se pegan a las tripas, se chupan a la sangre, se mezclan en la muerte del cuzquito del viejo.

Un hervidero zumbador de moscas, repugnante, se prenden a la sangre de lo que fue su amigo. Su hermano.

Deshecho por el disparo.

La cabeza apartada, oliendo a perdigones, arrancada del resto del perro.

Se muerde la lengua. Se la aprietan los dientes, en su último gesto.

Millaqueo enterró al animalito entre la sampa, en una lomada frente a su rancho. Una loma pelada. Lo cubrió con la tierra y con tres piedras grandes. Pesadas.

Y se quedó parado mirando, en silencio. Mirando las piedras que cubren la tumba de su amigo.

Y caminó, juntando las pertenencias del jinete que vino de la nada, del hombre muerto, del que ahora yace sobre la leña apilada, y fue tapándolo con sus aperos, su recado, su recado manchado de sangre, con el arma asesina que estalló en la noche, con las alforjas que cargó la mula, con su sombrero mugriento, su sombrero caído y oloroso, y cubrió así el cuerpo del muerto, sobre la pila.

Y juntó leña seca, caminó pausadamente, y juntó ramas finas, resecas, ramas pinchudas, con espinas como púas, lastimadoras, y las acarreó con paciencia, cargó gruesos troncos de algarrobillos, sacados con esfuerzo desde bajo la tierra, y los llevó a la pila donde yace el hombre que trajo la muerte, el del rostro quemado, y lo cubrió con la leña, hasta no verlo.

Hasta desaparecer, y quedar el forastero que vino de la nada, el hombre que huía, cubierto y en el centro de la parva. Y el olor, solo por el olor descubrir su presencia, el hedor de la muerte y carne quemada.

El olor, que lo revela en el centro de la leña.

Y el viejo, el indio que jamás atacó a otro hombre, el indio viejo que jamás tuvo una guerra, una guerra propia, y su hazaña fue siempre contra el desierto, contra la tierra, contra el viento, contra las raíces gigantes, para hacer la leña salvadora de los inviernos, ahora la tiene. Tiene su guerra.

Y encendió un coirón reseco, y lo alzó en la mano creciendo en llamas. Lo dejó que agarre, con ganas.

Y le acercó el fuego a la base de la parva de leña, que oculta el cuerpo y los bienes del forastero que vino de la nada y ahora está muerto, y el fuego creció, y aumentó gritando llamas, crujiendo, en un infierno.

Y la columna de humo trepó en el cielo. Humo blanco. Albo.

Y Casimiro Millaqueo miró las llamas creciendo, con su ojo bueno miró la hoguera gigantesca, y las lenguas implacables del fuego que llegan tan alto que pasan la barda, que tocan el cielo, y se pierden en el humo que sube.

El calor lo espanta y lo aleja, y se cubre el rostro con la mano, amparándose.

Se aleja, y contempla su creación. El ocaso de su guerra.

El fuego no deja nada.

El fuego, ahora, limpia la muerte, la muerte que trajo el jinete que vino de la nada, y se adueñó del rancho del viejo Millaqueo. Y el viento que sopla desde el norte lo enfurece, y el fuego ruge, crepita, y estira sus llamas buscando quemar si se le acercan. Y arde todo un día. Y alumbra toda una noche.

Las ramas verdes al quemarse estallan, gritan, y ese crepitar entre las llamas se asemeja al ruido del viento cuando furioso le pega al desierto, ese ruido de siempre.

Y el viejo lo contempla, adormilado. Y el fuego se consume, y el humo sube, y es cada vez menos. Y el humo blanco que sube parece no terminar nunca, y dura días. Y luego, el fuego se muere, se consume, hasta ser solo un montón de cenizas.

Cenizas que se enfrían, y el viento desparrama, impasible. Eterno. Y las devuelve al desierto. A la arena. A los matorrales impenetrables de algarrobillos. A las matas resecas de los molles, que en sus ramas pinchudas muestran greñas blancas de chivos, flotando en el viento.

Y en los días que siguen, como siempre, de verano a verano en Colitoro, Casimiro Millaqueo, a puro pie, cargando el hacha y la pala, deshace las distancias. Saca leña. Vivaquea en riales. Junta sus animales.

Lo acompaña el viento.

El viento que mece las ramas, y se arrastra por la arena que blanquea, lo acompaña el viento que mece las ramas con largas espinas y mece su pelo de viejo, que también blanquea.

Y el viento de soplar como siempre, remolineando, no deja nada.

Para Laurita (2003)