jueves, abril 20, 2006

Lavalle



Lavalle

El hambre no se nota desde afuera, desde el barro de las calles, o desde el lado de adentro de los vidrios de los autos, ni a través de los cercos tumbados por el viento. Para verlo hay que mirar de cerca el rostro de la gente que habita el caserío.
Hay que mirar a los ojos.
Ahora que el invierno empieza a pegar, a hacerse presente. Sobre todo cuando no esta el sol, y al frío hay que sufrirlo, sentirlo en la piel y sentirlo en los huesos.
El humo de las chimeneítas se va juntando como en un juego en lo alto, tapando el cielo, y despues vuela mugriento enmarcando el paisaje del pobrerío.
La realidad es inmóvil, solo un auto se mueve.
No habían vuelto desde las últimas elecciones internas. Como otras tantas veces. Como siempre. Pero hay que cumplir con la gente. No proclamar que nos cagamos en todos. Y en todo. Cumplir con los mandatos que nos obliga el Movimiento.
- También con el barro que se junta en las calles, no se puede entrar en este barrio - , argumentó el candidato, aguerrido militante de la primera hora.
No recordaban bien dónde vivía el compañero que los llevaría en el ritual inútil de visitar casa por casa. El que les abre las puertas del barrio y del que se acuerdan muy poco. El trabajo de las bases. A prometer cosas que ni ellos mismos creen. Los rancho siempre le parecieron todos iguales. A golpear las manos, a esquivar los perros. ¿Como anda compañera ? Siempre lo mismo.
En el 504 se amontonaban los militantes. Los compañeros de lucha. Casi uno arriba del otro. Los constructores de la victoria. Todos fumando.
El que llevaba el teléfono celular pintaba como postulante al cargo más importante. Era candidato. Sus frases sonaban siempre como sentencia. Sin lealtad no hay política. El resto asentía con la cabeza. Solo decía boludeces. El pueblo no se equivoca.
Avanzaron por la calle que va pegada al alambrado perimetral de la cárcel. No se veía a nadie. Solitario un perro caminaba sin rumbo. El viento mantenía como trofeos multicolores las bolsas de nailon y papeles contra los alambrados y matorrales de jarilla que marcan el limite final de la barriada.
Más allá es sólo Patagonia.
- ¿Cómo podés ser tan pelotudo de olvidarte la otra caja de boletas en la unidad básica? -, dijo el Negro fastidioso, y terminó de darle la última pitada al faso. Manejaba con la campera cerrada hasta el cuello y el vidrio bajo.
El de los anteojos que viajaba atrás en el medio, no sabía qué decir para disculparse.
No dijo nada.
Doblaron para el lado de la 13. El frío pegaba más que el hambre y la desocupación. Continuaban en una marcha lenta. Como patrullando. No daban pie con bola de cómo llegar a la casa del puntero.
Después de la esquina, en el fondo de un terreno de una casa de material. Había una pared blanqueada de impecable revoque.
Sin errores en la frase escrita con un aerosol rojo, y hecho con tiempo suficiente para mantener la letra pareja, se podía leer :

- LA HONESTIDAD ES MAS DIFICIL QUE EL HEROISMO -
Albert Camus

En el auto solo se escuchaban los sonidos de la radio. Sabina decía que a la hora de la conga en los burdeles, por San Blas descansaba el pelotón...
Todos con los ojos fijos en las casillas buscando alguna señal. No había pasado una cuadra. El 504 reptaba en el barro dejando profundos huellones. Cuando el de anteojitos dijo:
- Che...ese Camus no es compañero,¿ no?
Un camión pasó como un aparecido, sin amagar a frenar siquiera por la 13, en dirección al centro. Cargado de leña.
- Este, si no frenás, ¡ te parte !- dijo el Negro afirmándose al volante.
El viento jugaba con los papeles, y seguía sin aparecer un alma por las calles.

Para Pablo (2001)

domingo, abril 16, 2006

Liebreros







Liebreros

La noche había llegado amenazando mal tiempo, negra de empujar cerrazones, de gritar truenos lejanos y aullidos, como si salieran del fondo de la tierra misma, como si metiera al caserío dentro de un agujero húmedo.
De una bolsa que apesta.
De una pesadilla.
En la radio sonaba música, y descargas eléctricas, que después rebotaban como fantasmas en la caja de resonancias del rancho.
Y se morían en el piso de tierra apisonada.
El tufo de los perros durmiendo amontonados calentaba las penumbras. Debajo de la frazada, se movían, deformándola, los huesos fríos del padre y del hijo buscando calentarse.
Pilquiman respiraba boca arriba. Con los ojos abiertos. Sufría el dolor de la miseria en la espalda, que en las noches como una maldición le bajaba por las piernas ahuyentándole el descanso.
Cuando apagó la radio le aparecieron los sueños.
Y fueron como caricias.
Tardó en amanecer, la luz creció con nubes bajas, casi al alcance de la mano, cargadas de lluvia. El viento siguió dormido, recostado sobre el espejo de los charcos.
Salieron temprano, moviéndose sin pereza, no dejándose abrazar por el frío.
Los perros ya corrían en el barro, oliscando el aire.
Largando un chorro de vapor cuando al parar buscan en el horizonte, con las bocas abiertas.
Las gotas mansas, pesadas, comenzaron a despertar la mañana incrustándose en el reflejo de ese cielo blanco.
Y en la tierra gredosa.
Pilquiman y su hijo caminaban callados haciendo sonar con fuerza el aire que les entraba por la nariz y por la boca.
Tenían los ojos fijos en ese horizonte aun no resuelto por la claridad y por los cañadones que se empezaban a distinguir.
La tierra se descubría ondulante.
Tenían los ojos atentos y el pecho agitado, cuando llegó la voz esperada:
¡Ahí salió una..!
Gritaron casi a la vez, y los cinco perros saltaron disparados hacia la liebre que aparecía y se perdía entre los neneos.
Uno solo ladró en el arranque, el más cachorro.
Los ojos siguieron fijos, sin perderla.
El padre y el hijo apuraron la marcha en un trote, entorpecido por las botas de goma atadas con trapos en la caña.
Cruzaron el alambrado de la estancia "Pilcañue", el camino quedó atrás como una línea parda brillante.
Mojada.
En el color del paisaje mezclado con las nubes, el movimiento de la acción de caza apareció como un aura mística.
A la inmovilidad le apareció la vida.
Un alboroto y gruñidos de pelea le llegaron entre el aire fantasmal de la neblina. Chillidos lejanos.
¡La’garraron..!
Gritó el pequeño, tratando de ver sin ver, en la distancia.
Apurate...!
Ordenó ahora Pilquiman, apretando el palo que llevaba en la mano. Y ambos corrían zigzagueando entre las matas.
La llovizna pegaba como escarcha y les hacía moquear la nariz en un quejido y cerrar los ojos.
Sonreían.
En el rostro del niño el gesto se mantuvo unos segundos, señaló con el dedo y sí, esa era una verdadera sonrisa.
Entre ladridos se acercaron al manojo de perros excitados, que más hambrientos que feroces se disputaban la liebre. Gruñidos de amenaza y dentelladas no le dejaban ver la presa.
Solo sangre en el barro y pelos arrancados del cuero.
El palo del hombre calado por el agua bajó furioso contra el lomo del Falucho, que se arqueó por el golpe y giró buscando morder.
Ahí ligó el segundo palazo, ahora en la cabeza, que lo dejó tumbado, aullando.
Los otros galgos aprovecharon la acción y se llevaron la liebre, a pedazos. La desgarraban mirando el garrote en la mano del paisano.
Desconfiados.
¡Dejalos que se la coman... Están pasados de hambre...!
Hablaba y recuperaba el aliento, respirando a bocanadas y pensando en los siete pesos que le pagan por liebre. Pero entera.
Para exportarla a Europa.
¡Hay que llegar más rápido, o nos quedamos sin nada..!
Le dijo a su hijo con un tono de esperanza, apuntando con el palo en dirección de los perros.
Trató de ocultar la fatiga, y el hambre.
Se puso la mano con la palma contra la boca y dejó desinflar en ella el calor de un eructo de aire tragado en la carrera.
Hincó una rodilla en la greda, y buscó con los ojos la silueta de los cerros.
Que se dibujaban como amigos que aparecían para salvarlo.
¡La próxima hay que correr más ligero..!
Le dijo después y le apoyo una mano helada en la espalda. Trató de sonreír buscando los perros que ya se había apartado.
Pero sin poder evitar esas gotitas de angustia que se le juntan en los ojos, cuando lo ve al pibe así, mojado y temblando entre el barro.


Para Eddy.
(2005)


jueves, abril 06, 2006

El murmullo del silencio (Junio del '73)




El murmullo del silencio
(Junio del ’73)


Viento. Viento y frío, rachas heladas que te hacen dar vuelta, no podes ofrecerle la cara.
Yo estaba así, como me rajé del colegio.
Con los pantalones grises y el bleizer azul, el bleizer con la solapa levantada, y la corbata en el bolsillo del saco, colgando, y la carpeta bajo el brazo.
La carpeta forrada con los papelitos de chistes que traían los chicles Bazooca, y arriba cubierta por un naylon transparente.
Y sí, ahí estaba, cagandome de frío parado en el anden del ferrocarril, al lado del Flaco y de Carita.
Nosotros éramos la JP.
La gloriosa JP, y de a poco nos enterábamos de los detalles del "hecho maldito".
Después se nos agregó el Cabezón, que se arrimó en silencio pero exageradamente, casi dándome un pechazo - como hace siempre el Cabeza -, siempre que busca contar algún secreto y darle realmente solemnidad a lo que dice.
Vino con un misterio en la mirada y en los labios, y el gesto preparado para decir algo.
Se me pegó a la cara, después giró hasta estacionar su boca a cinco centímetros de mi oreja.
Tenia olor a meo en el pelo, así que me aleje un poco, discreta pero efectivamente me aleje, la distancia suficiente como para que el no insistiera con la aproximación, y yo evitar fumarme su aroma.
Siempre tenía ese olor en la cabeza, mi teoría es que después de mear se moja la mano que usa para sacudir, y no se seca con una toalla, se pasa la mano por el pelo.
El Cabeza me informó entre olores que el se iba en el tren, que viajaba al acto de la llegada del General.
Tenía un bolsito en la mano.
Me llevo el grabador...!
Me dijo, fanfarroneando. Y le pegó un par de golpecitos con la otra mano al bolso.
En la pared blanca de la confitería del ferrocarril entre los dos andenes alguien había escrito con un ladrillo "Luche y Vuelve".
El Flaco sufriendo el viento, me mira con cara de por que no nos vamos, y hace sonar la nariz cada vez que respira profundo, suspirando, y después se limpia con la mano las velas de moco que le caen sobre el labio superior.
En la calle sigue junio, y junio es ese olor que el viento mezcla en los inviernos juntando el frío, y la tierra que vuela.
Ese olor de acá, ese olor que con los ojos cerrados podes decir: estoy en Jacobacci.
Y sumergida en ese olor, y en un sol que apenas se muestra, que apenas calienta al mediodía, también comienza a pasar la semana con los días más cortos del año.
Miro hacia el horizonte, por ahora solo un telón de cielos, de cerros, y de rieles. Buscando que apareciera el tren.
El silencio en la estación del ferrocarril es un murmullo de espera, el murmullo de los que nos íbamos juntando a esperar la llegada del tren, esperar y mirar todos hacia el mismo lugar.
Hacia el Sur. Siguiendo con los ojos las líneas paralelas de las vías hasta que estas se clavan en el color de sombras azuladas que tienen las montañas.
***
Al rato, la máquina brillante apareció como un reflejo del atardecer, como un punto ondulante que crece, que lentamente se agranda y muestra su forma mecánica, inhumana, moviéndose a paso de hombre.
Evitando llegar.
Suspendida al fondo de los andenes.
Ahí viene..!
Pasa un espacio de gritos, hasta que veo ya bien definida la figura amarilla de la locomotora, y veo las banderas ondear exageradas, movidas por brazos desnudos a través de las puertas de los vagones.
Haciendo hervir la figura de la formación del tren que avanza. Banderas argentinas y trapos pintados con consignas. Y el aire en oleadas me trae también los cánticos.
Las voces graves cantando.
Gritando.
Y la silueta de la máquina que se agranda, pero sigue inmóvil. Como fija, ronroneando.
Y se sienten los olores.
Y el murmullo del silencio de la estación se mueve. Se aparta con prudencia del andén. Y el animal de acero ingresa bramando a hierro, a motores y a gargantas. Y el animal asusta.
Y el silencio que somos nosotros, olvidados ahora del frío, es solo silencio. Mirando.
***
En el escalón de la puerta del primer vagón un hombre alto, barbado y de ojos claros, canta con un megáfono en la mano.
¡Perón...!, ¡Evita...!, ¡la patria es socialista...!
Asoma la cabeza por un agujero que le había hecho a una frazada marrón con guardas más claras, transformándola en un poncho que se le arrolla en el cuello.
Es Clint Eatswood, y pasa marcando la escena del ingreso del tren a la estación frente a la cámara de mis ojos, en una toma rápida, desde un extremo a otro de la pantalla de mi campo visual.
La escena de la llegada, pienso.
Detrás de él, un racimo de cabezas buscan mirar hacia la estación, y golpean con las manos contra los costados del tren. Hay brazos con los dedos en ve que se confunden con los rostros desconocidos.
Al ritmo de los gritos.
Eatswood pasa mirando sin mirar con los ojos claros penetrando las cosas, la gente, las paredes, clavados en la distancia.
Después viene la hilera interminable de vagones, con las pancartas colgadas a los costados, con las banderas agitadas, furiosas, los vagones color mierda quemados por el sol. Con las ventanillas metálicas bajas, tapando lo que ocurre en su interior.
Ocultando el pasaje.
No suben las ventanillas para evitar los toscazos.
Me dice el Cabeza, en una oleada amoniacal.
Desde los andenes el murmullo del silencio, ahora excitándose por la llegada del tren se transforma en cánticos, se transforma en la Marcha, y nosotros con algunas compañeras de la rama femenina, algo excedidas de peso, arremetemos entre puteadas con un agudo coro:
¡Perooooón...!, ¡Eviita...!, ¡la patria es peronista...!
Desde el interior de los vagones, - ya detenidos - nos hacen saber que también eran muchachos peronista, que eran como nosotros, coreando lo mismo.
Eso evita el quilombo.
Ahora el silencio es una fiesta, y el anden de pronto se puebla por el movimiento de la gente que baja del tren, esa gente distinta, esa gente contenta por el arribo de su líder después de dieciocho años de exilio, que viajan a verlo, esa gente que salta por las ventanas de los vagones y se mueven unidos, agarrados de las manos o de los brazos o con los brazos pasados sobre los hombros y se unen a nosotros, que antes fuimos un murmullo dentro del silencio, y ahora somos los muchachos de Perón cantando la Marcha y pegándole al aire con el brazo extendido, y los dedos en ve.
Y ahora todos somos lo mismo, somos iguales, somos como los que bajan del tren, y nos mezclamos con los abrazos, con las banderas y con los bombos, y los bombos son parte del mismo cuerpo que salta unido, los bombos son parte de las voces.
Y en la emoción de los cánticos desgarrados honramos nuestra lucha, y honramos a Evita, y esto es un sentimiento que seguro el gorilaje no puede entender, seguro que nunca va a entender.
-¡Nosotros somos esto, el sentimiento peronista!
Me dice el Flaco gritando.
Y yo no se como agarrar la carpeta del colegio, para poder saltar más alto. Y en el cielo, en el cielo gris del invierno veo espejada una magia que nunca más volví a encontrar.
No nos conocemos pero somos lo mismo, y gritamos y saltamos, y que razón tiene el General cuando dice que para un peronista no hay nada mejor que otro peronista.
Cuanta razón.
Y saltando y empujando nos subimos al tren.
Yo también me voy.
Le digo al Cabeza entre el calor de los gritos y los saltos.
Bien..., pendejo!
Me dice, y me abraza y me da un beso sin soltar el bolsito. Y el ambiente del vagón es tan intenso que no identifico en olor del Cabezón, todo tiene el mismo aroma.
Espeso.
Después veo los ojos del Flaco, los ojos del Flaco que dicen tanto, que hablan sin necesidad de emitir palabras, sobre todo cuando se viene algún quilombo.
Y con los ojos me señala hacia abajo por una ventanilla abierta, entre tipos que buscan asiento y otros que saltan y cantan.
Y veo a mi vieja parada en el andén con el delantal de cocinar puesto y con una mano señalándome y la expresión de su rostro, y el movimiento de sus labios, y entiendo perfectamente lo que me grita, así no la escuche entre los gritos y los cánticos de los compañeros la entiendo.
Y es mi vieja, como no la voy a entender.
Y me bajo sin ganas. Y me quedo confundido entre el murmullo del silencio que como yo, se queda parado en el andén mientras el tren se mueve nuevamente, mientras el tren se va.
Y ahora si la escucho a mi vieja, ahora la escuchan todos.
Es mejor que te vayas enseguida para casa...!
Me dice, gritando.
(2006)